El fin que viene
por Axl Flores
En la proximidad es difícil clasificar las manifestaciones artísticas. La clasificación, por lo regular, es una práctica que corresponde a historiadores que agrupan obras desde conceptos validados por una gran mayoría de estudiosos, pero principalmente por el tiempo. Tal vez en unos años el siguiente juicio perderá cualquier atisbo de validez, pero el 2019 me pareció un momento importante en la historia del cine mexicano, al menos en la producción de los últimos 20 años; y es que, en un cierto corpus de películas estrenadas en ese año reluce un cambio en la forma de representar la violencia.
Para muestra de lo anterior, lo retratado en películas como La paloma y el lobo, en ficción; y El guardián de la memoria en documental. En ellas las imágenes explícitas de torturas o asesinatos ya no son algo sustancial e incluso no son algo interesante para mostrar, porque en su tratamiento se entiende a la violencia que se vive en el país de una forma estructural y ya no como un hecho aislado.
Ese también es el caso de Sanctorum —segunda película del director Joshua Gil después de La maldad de 2015—, que se centra en un grupo de campesinos mixes que se dedican al cultivo de marihuana, quienes por esa condición son asediados por el narcotráfico y el ejército mexicano. A través de esa premisa narrativa y de la historia de un niño que es separado de su madre por grupos criminales, se presenta un mundo en el que el realismo es solo una entrada a la cosmovisión del pueblo originario.

Los primeros minutos de Sanctorum son visualmente impresionantes y establecen la estética que se seguirá durante toda la película, que se podría dividir en tres partes: la de un cielo estrellado, acompañado por la voz en off de los dioses que auguran el fin del mundo; escenas casi documentales de los rostros de los campesinos en la siembra, que son vigilados por sujetos armados; y planos generales que desde la lejanía muestran las consecuencias de la lucha territorial entre el crimen y el gobierno, cuando varios encapuchados matan y queman a un grupo de campesinos.
Es en la conjunción de esas disonancias estéticas que Sanctorum encuentra su originalidad, los efectos especiales para reflejar lo divino, el verde de los cultivos y los tonos oscuros de la fotografía de Gil y Mateo Guzmán en los momentos más problemáticos para los campesinos, parecen provenir de mundos diferentes, sin embargo, todos están marcados completamente por la violencia, es muy revelador que un rifle se vuelva un instrumento necesario de trabajo, o en su caso que sea filmado como algo intrínseco del paisaje.

«Sanctorum parece formular que las injusticias son siempre señales del fin».
La violencia en Sanctorum es algo normalizado porque los sujetos en ella se han acostumbrado a vivirla, aparece en lo poco que perciben por su trabajo, en la forma que son culpados por delitos que no cometieron y principalmente, en la forma en la que fueron despojados de sus seres queridos, en una escena a un hombre se le aparece el fantasma de su esposa, pero no es un fantasma «normal», es un fantasma que anhela el momento de volver a unirse y le dice que su condición es como estar muerta en vida y que ya no puede soñar, porque anteriormente, se puede asumir, ha sido víctima de una desaparición forzada; y el fantasma de un desaparecido no es lo mismo que el de alguien que ha muerto, el de un desaparecido está condenado a vagar eternamente, a no encontrarse nunca.
Es por eso que, rumbo al final del film la desaparición de una madre se vuelve un síntoma del final del mundo, «la madre alimenta con su ausencia el llanto de un niño» dice una voz off, pero el llanto pronto será el de la tierra que clama justicia. En Sanctorum hay una desconfianza —y por lo tanto un gran pesimismo— en la justicia humana, que es siempre desigual, al enfrentar campesinos contra ejercito; siempre corrupta, en esa alianza entre gobierno-crimen organizado; por lo que se decide confiar en la de la naturaleza.
Ante las problemáticas a las que se enfrentan los campesinos, la película no vislumbra una solución posible y borra el interés por cualquier rasgo político o sociológico para recurrir a uno teológico, Sanctorum parece formular que las injusticias son siempre señales del fin.