Crítica

Crítica: Undine de Christian Petzold

El amor líquido de una ninfa acuática

por Paulina Vázquez

Cuando los acontecimientos de la vida no eran comprobables y la historia apenas empezaba a escribirse, los humanos de los primeros días buscaron darle un sentido a su propio origen para así comprender la razón de ser del mundo. Como resultado, surgieron narraciones orales que con fascinante imaginación sustentaron las cosmovisiones de cada cultura. Pensemos en el viejo mundo. Eurafrasia desde siempre ha estado plagada de monstruos, fantasmas, y demás seres fantásticos, por lo que no es extraño que, hasta el día de hoy, personajes mítico-fantásticos sean retomados para explorar sus posibilidades semánticas en un contexto posmoderno.

En ese sentido, el tratamiento mundano con el que el cineasta alemán Christian Petzold aborda Undine (2020), nos transmite su visión sobre las complicaciones existenciales que tendría un ser mitológico en la actualidad. Primeramente, hay que considerar que esta pieza no trata la pura representación de un mito, sino que su historia está inspirada —mas no basada— en el relato homónimo del escritor romántico alemán Friedrich de la Motte Fouqué que, a su vez, resitúa a un personaje mitológico dentro de su narración fantástica.

Antes de hablar de Undine como personaje y con el fin de comprender a profundidad su arco dramático, debemos reparar en las cualidades y la naturaleza de una ondina. No se trata de «una mujer» y todo lo que conlleva esa categoría de género per se, sino que, hablamos de un ser sobrenatural y antropomorfo cuyas características son más bien propias de un cuerpo femenino. Es un ente que carece de la supuesta esencia vital divina que distingue al ser humano del resto de la creación: el alma.

El filme comienza con el rompimiento de Undine (Paula Beer) con quien fuera en ese momento su pareja. Ella es notificada fríamente por Johannes (Jacob Matschenz) sobre su falta de voluntad para continuar la relación, pues ha conocido a otra mujer. Undine sentencia a Johannes a un final funesto: «Si te vas tendré que matarte. Y tú lo sabes». Este ultimátum que la obligará a darle muerte en representación de su casta, es suspendido temporalmente por la llegada de un nuevo amor profundo y subacuático: Christoph (Franz Rogowski), un buzo industrial que llega a su vida para literalmente hundirse con y por ella.

La superstición alrededor de estos seres mitológicos, como menciona Tobin Siebers en Lo fantástico romántico, representa individuos y grupos como diferentes a los demás para estratificar la violencia y crear jerarquías sociales. Razón por la cual, la lectura de las figuras femeninas y sus actitudes en la mitología —así como otros escritos antiguos— han justificado la violencia de género en la realidad tangible desde hace siglos. Pero no nos confundamos, pues en esta producción Undine no representa para nada algún tipo de femme fatale de los 50´s o un monstruo irracional y vengativo, sino a una ondina que define su condición humana a partir de sus relaciones amorosas. Su humanidad es proporcional al amor que experimenta y comparte, sin desentenderse nunca de su esencia de ninfa acuática.

Al igual que las pinturas del romanticismo alemán, en este film —en un sentido más conceptual, que estético— el sentimiento precede al raciocinio; su tratamiento realista coloca una veladura en la esencia líquida de Undine, difuminando así sus características sobrenaturales. A primera vista solo se trata de una mujer con el corazón roto. Una simple y bien argumentada historiadora que diariamente describe la distribución arquitectónica berlinesa, aunque claro, quién mejor que una ondina para contar la historia de una ciudad fundada sobre el agua.

«Undine no representa para nada algún tipo de femme fatale de los 50´s o un monstruo irracional y vengativo… Su humanidad es proporcional al amor que experimenta y comparte, sin desentenderse nunca de su esencia de ninfa acuática».

El planteamiento de Petzold no solamente trae a la vida a una ondina, sino que la dota de cualidades mundanas que la vuelven casi indistinguible de una persona común. Su propia existencia se justifica a partir de otros símbolos, como el caso del enorme siluro que habita el lago donde Christoph trabaja regularmente. La presencia de este enorme pez no es fortuita, pues su longevidad y existencia acreditan al mismo tiempo la de Undine, ellos dos cohabitan un espacio que a pesar del paso tiempo mantiene su misticismo en la oscuridad insondable de sus aguas.

Una vez desarrollado y comprendido lo anterior, podemos entregarnos a la apreciación de otros tantos aspectos del filme, como la evidente química entre sus protagonistas o en los gestos simbólicos que fluyen sin prisa escena tras escena: un gran poseidón en medio del patio del café en donde están a punto de conocerse el buzo y la ondina, la pareja subacuática aprovechando la intimidad de la cama para ahondar en su exploración amorosa o Undine volviendo de la inconsciencia de la asfixia sin devolver el agua que tragó nadando junto al siluro.

Dichos momentos en simultaneidad exponen esas relaciones cálidas, fugaces y apasionadas que tienen lugar en este mundo rampante y consumista, concepto que Zygmunt Bauman denomina como «amor líquido». La tendencia a la liquidez que toma el amor para fluir, cambiar constantemente y tomar súbitamente otros caminos que le permitan nunca cerrar la puerta a relaciones nuevas, satisfactorias y fugaces.

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