Por Mauricio Guerrero Martínez
El cine me despierta muchos sentimientos, me exalta, me confronta y me provoca con ideas, sean literales o abstractas. El cine ha moldeado mi forma de pensar desde que tengo memoria y ha hecho que muchas veces aspire a lo intangible de sus imágenes. Sus representaciones del sentimiento conocido como amor son una constante fuente de idealizaciones y verdades aparentemente universales que moldean en buena medida el mito prevaleciente del amor romántico, pocas veces cuestionado o llevado a puerto de incertidumbres y desconciertos en el cine de grandes audiencias.
Películas como Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2011), la trilogía Antes: del amanecer, del atardecer y de la media noche (Richard Linklater, 1995, 2005 y 2013) o Annie Hall (Allen, 1977), cuyo mensaje contradice lo dicho por las comedias románticas que dieron forma a mi infancia, mi adolescencia y he de confesar, de vez cuando mi vida adulta, me han quedado bien marcadas por ese sentimiento a la vez desolador y a la vez accesible; algo a lo que no solo puedo aspirar, sino que he vivido más de una ocasión, porque al igual que estas historias inciertas, mis vivencias también han terminado sin el «vivieron felices para siempre».
Si acaso con el tiempo y mis recuerdos transformados por el mismo, me he dado cuenta de que quizá todo lo que conocía del amor era un mito sesgado por estas construcciones idealistas. En Consideraciones sobre el amor romántico en el cine extranjero Andrea V. Hernández-Ruiz y Claudia Sandoval-Zamorano proponen ver al cine romántico con la misma mirada con la que observamos el cine fantástico o la ciencia ficción: como una realidad que no existe.
El concepto del amor romántico está fuertemente arraigado y es reproducido por diferentes discursos cinematográficos, principalmente dentro del cine convencional y popular, como es el caso del producido en Hollywood. Hemos crecido con ciertos códigos ampliamente señalados respecto al amor, heredados desde la época cortesana y victoriana, a saber: el matrimonio como final de toda historia romántica, la «media naranja», los roles de género (hombre conquistador – mujer conquistada) y el amor romántico como fuente única y superior de la felicidad.
No obstante, si existen dos películas que me han mostrado o por lo menos, me han puesto a cuestionar las formas de representar el amor en el cine han sido Cuando Harry conoció a Sally (Rob Reiner, 1989) y Beginners: así se siente el amor (Mike Mills, 2010). Desde ya, anticipo que ninguna de estas dos cintas rompe por completo los cánones del amor romántico en un sentido estricto, pero me ofrecieron en su momento una perspectiva diferente sobre lo que es ese sentimiento tan complejo llamado amor.

La primera, del año 1989, puede ser considerada una de las primeras películas románticas que habla de una amistad que desemboca en una relación. En ella un joven Harry conoce a Sally en un viaje en carretera, una joven con la que no congenia en lo más mínimo. Tras varios años y numerosos encuentros espontáneos en la ciudad de Nueva York, Harry y Sally comienzan una amistad, pese a la advertencia de Harry que dicta que los hombres y las mujeres no pueden ser realmente amigos porque él, invariablemente, espera tener relaciones con ella.
Esto, de entrada, supone una serie de contundentes prejuicios de parte del protagonista, pues explica que un hombre no puede relacionarse emocionalmente con una mujer sin buscar un fin sexual, no un romance, no una historia romántica, un fin puramente sexual. Con el avanzar de la película Harry y Sally desarrollan una fuerte amistad y en algún momento de la cinta, Harry se da cuenta de que por primera vez en sus treinta y tantos años de existencia tiene una amiga mujer.
La amistad que sostienen estos protagonistas no solo es honesta, sino desenfadada, pues ninguno de los dos carga en sus hombros los códigos imposibles y complicadísimos que cada uno tiene sobre una relación romántica. Harry con sus prejuicios sexuales (y sexistas) y Sally con su idealizada forma en la que una relación (de manual) debe ocurrir. De hecho, en un momento en el que buscan pareja para el otro, presentan a sus dos mejores amigos. Estos terminan flechados y enamorados de la persona equivocada. Todo parece indicar que ni Harry ni Sally encontrarán a esa otra persona en un fantasioso momento en el que todo marcha como reloj y la «natural» magia del amor envuelve el ambiente. Al contrario, ambos se encuentran en sus desamores, se acompañan en sus momentos de vulnerabilidad cuando se encuentran con sus exparejas, se apoyan, se alimentan y se apapachan. Es, sin que se den cuenta, una relación sentimental fuerte, mas no romántica.
Durante toda la película vemos testimonios de parejas y sus primeros encuentros, algunos muy mágicos otros muy desafortunados. Finalmente, la pareja tiene un encuentro sexual y todo parece irse al traste; agregaron a la fórmula una pieza que lo cambia todo. Tras unas semanas de reflexión, ambos deciden estar juntos y es ahí cuando la magia aparece, la relación romántica entra en escena y une todas las piezas, todos los recuerdos y todas las experiencias que los unían de una forma muy emotiva. El amor estuvo todo el tiempo en las risas, en los paseos, en los abrazos, en los llantos.
Me gusta pensar que, por un lado, Harry aprendió a relacionarse de una forma verdaderamente humana con una mujer, por lo tanto, aprendió a mostrar un cariño sincero o desinteresado hacia otra persona. Por su parte, Sally dejó de lado sus canónicas reglas para que una relación pueda considerarse exitosa o ideal.

Personalmente nunca he pensado que un hombre y una mujer no puedan ser amigos, pero, como en todas las relaciones, soy consciente de que existen roles de género dispares incluso dentro de la amistad. Por otro lado, me consideraba —y un poco todavía— alguien bastante apegado al mito del romántico, en un sentido no tan gustoso, por lo que no me fue descabellado identificarme con ambos personajes.
Una vez conocí a alguien que compartía mis gustos y mis pasatiempos, como muchas otras personas de más o menos aquellas fechas, cuando tenía 17 o 18 años. Pero al igual que Harry y Sally, habernos conocido de muchas formas fue la principal razón por la que toda la magia vino después. No quiero decir que gracias a esta cinta es que he podido vivir esta aventura de ya cerca de nueve años (cuatro en plena «formalidad», según la norma), pero me parece fascinante la manera en la que una ficción que en su tiempo fue pionera en la forma de mostrar relaciones humanas un poco más complejas al mainstream, siga prestándole a la realidad un poco de esa fantasía para cobrar vida.
La segunda cinta, más antigua en mi línea de tiempo, pero más contemporánea en la historia, me enseño una lección que hasta la fecha no olvido y es que existen diferentes formas de amor. En Beginners: así se siente el amor (2010) del videasta musical Mike Mills, Oliver, un hombre cercano a sus cuarenta que recientemente ha perdido a su padre —quien años atrás le confesó su homosexualidad al enviudar—, se enamora de Ana, una misteriosa mujer que conoció en una fiesta a la que no quería ir.
Al enamorarse de Anna, una actriz francesa que viaja constantemente, Oliver, maduro, pero emocionalmente reprimido y claramente deprimido, comienza a tener recuerdos de su infancia con su madre y de su vida adulta con su padre en plena experimentación, que lo hacen sentir como un principiante en la ardua tarea de iniciar una relación amorosa.
Para los protagonistas toda relación se torna complicada. Para Oliver, la relación de su padre con otro hombre es problemática, pero no por una escondida homofobia, sino por su propio miedo al compromiso. De igual forma la relación con su madre, víctima silenciosa de un matrimonio sin pasión y quien fue esa figura cálida de la infancia, pero que nunca más recuerda en su vida adulta. También está su relación con una extraña, con la cual no quiere terminar frío y distanciado como sus padres; la relación con su trabajo, que no le deja avanzar ni crear algo nuevo; la relación con el novio polígamo de su padre, a quien vio sufrir por no entender el amor libre; y hasta la relación visceral y dependiente que tiene con su perro, a quien no puede dejar solo porque moriría de la tristeza.
Para Anna está la relación con su padre suicida, que la arrastra hacia el vacío; la relación con su trabajo, que le impide formar relaciones estables de amigos o parejas; su relación con los hoteles, que solían representarle libertad y ahora son la cárcel que habita; y su relación con un extraño, a quien se le acercó para preguntarle por sus ojos tristes y no pudo conversar con él hasta unos días después de haberle conocido, pero que ahora debe dejar para seguir con su sueño de actuar.
Todas estas relaciones humanas y complejas comienzan a sanar durante la película gracias al recuerdo, al entendimiento, la reconciliación y amor hacia uno mismo. Al perder el miedo de intentar algo que puede parecer incierto, pero que solo se ve superado por la certeza de la soledad.

«Considero necesario ver a las películas románticas con los mismos ojos con los que vemos otras películas, sabiendo que el cine es una ilusión. Romper el contrato con las imágenes cinematográficas…».
La pieza llegó a mí en un momento de mi vida similar al del personaje, pues tiempo atrás yo también había perdido a mi padre cuando tenía 13 años y por esa razón me gustaba ver la historia del hombre adulto que se despedía de su padre en sus recuerdos. Hoy día me gusta verla como una cinta que me enseñó a entender el amor de muchas formas: el amor a la memoria, el amor entre personas del mismo sexo, el amor entre amigos, el amor de una mascota, el amor no monógamo, el amor a los padres y el amor a uno mismo.
Personalmente me mantengo a favor de la postura que Hernández y Sandoval proponen respecto a la crítica de cine como un mecanismo para replantear y romper los mitos del amor romántico. Considero necesario ver a las películas románticas con los mismos ojos con los que vemos otras películas, sabiendo que el cine es una ilusión. Romper el contrato con las imágenes cinematográficas, significa, muchas de las veces, romper con lo que estas representan de una forma incluso política, si seguimos la línea de las autoras citadas. No porque no puedan ser disfrutadas como un cuento o una leyenda, pero se debe estar consciente de las trampas y huecos entre la realidad y la ficción.
Las películas románticas están lejos de asemejarse a la realidad, no obstante, de vez en cuando aparecen cintas como las mencionadas, con las que encuentras un poco de tu propia vida y de las cuales desprendes importantes lecciones: apreciar todos los afectos, de otros hacia mi pero también de mí hacia mi persona; a valorar el azar y el presente, pero también honrar los recuerdos sin el velo de la gris nostalgia. También aprendí dos hermosas formas de contar una historia donde cabe el azar, el afecto, la muerte, el miedo y la conciliación de formas celestes intangibles, como en la ilusión, el sueño o la memoria que al igual que el cine, habitan la vida.
Nota de la redacción: Este texto forma parte la Convocatoria de febrero escribe sobre tu película romántica favorita publicada en redes sociales de Fotogenia.