Falsear la guerra
Por Axl Flores
Ante una película como Laberinto del cine (Labyrinth of Cinema,2019) de Nobuhiko Obayashi se presenta la imposibilidad de no entenderla como aquello que se ha llamado testamento fílmico y aunque en ocasiones ese término suene a un reduccionismo, la última película de este prolífico cineasta japonés fallecido en abril del año pasado parece agrupar la mayoría de intereses que se han manejado desde aquel lejano estreno de House (Hausu) en 1977: la deformación fantasiosa de la realidad a través de la artificialidad de los decorados, el uso constante de los efectos visuales acompañados de una estética de lo abigarrado y un antibelicismo que antes de llamar a la paz, pero documentar la guerra, se interesa por cómo esta última ha marcado a sus sobrevivientes.
En ese sentido, el propósito de esta película de Obayashi es claro desde su inicio, revisar cómo se ha retratado la guerra en el cine de Japón, iniciando un viaje a través de las imágenes que construyeron y forjaron el sentido de la nación, pero para eso no recurre a una visita respetuosa a los materiales de archivo, sino a una apropiación que transforma y cuestiona el significado de estas. Unos versos del poeta Chuya Nakahara que hablan en contra de la rapaz modernización («Ellos dicen modernización, yo le llamo barbarización») son los que, recitados por una voz en off, motivan el viaje inicialmente, después, un hombre espacial llamado Fanta-G (interpretado por el músico Yukihiro Takashi) lo explicará más a profundidad desde lo que parece una máquina del tiempo. En un mundo en el que la tierra ha dejado de ser habitable —Hawái y Japón se han juntado finalmente— Fanta-G viajará al presente (nuestro presente) a un cine ubicado en las orillas de la comunidad de Onomichi, cuya última función, antes de cerrar permanentemente, es un maratón de películas bélicas japonesas del siglo XX.

Desde ese momento, Obayashi construye un fantasioso laberinto a través de cuatro jóvenes que asisten a la función y que van visitando las películas que se exhiben como si fueran personajes dentro de ellas; así, cada uno de los filmes es usado como una máquina del tiempo que permite cambiar de temporalidades fácilmente. Mario (Tadanobu Asano), Shigeru (Yoshihiko Hosoda), Hosuke (Takahito Hosoyamada) y el espíritu de una niña llamada Keiko (Takako Tokiwa) se envuelven en una trama que, en un principio, es sumamente complicada porque los cambios de continuidad y en el color de la imagen vuelven ciertos eventos triviales en algo ininteligible, pero más que centrarse en la progresión dramática, la película crea viñetas cuyo contexto histórico es explicado por el personaje de Fanta-G y por su hija, quien en la segunda parte llega a la función; es decir, posteriormente aquella confusión se volverá más clara cuando se descubra que la confusión es precisamente el sentido de la película.
En Laberinto del cine aparecen desde películas de samuráis hasta recreaciones de entrevistas entre Yasujiro Ozu y Sadao Yamanaka, hay un momento muy especial en el que el cruce entre «la realidad» de la película de Obayashi y la de la película que visitan se hace evidente, cuando los tres jóvenes intentan evitar la muerte del actor Sadao Maruyama y de la actriz Keiko Sonoi y su grupo Sakura-tai a manos de la bomba atómica de Hiroshima, pero no pueden conseguir más que mirar la explosión con sus propios ojos. A diferencia de otras películas que postulan un viaje en el tiempo, Laberinto del cine no propone una reescritura de la realidad y aunque en momentos esta parece surgir como una solución narrativa, Obayashi ni siquiera le da oportunidad y es que el cineasta japonés parece más interesado en hacer evidentes las falsedades de la historia oficial y principalmente, plantear a la guerra como un hecho que sucedió y que no puede ser olvidado.

«Obayashi usa la artificiosidad de su estética para desmantelar las imágenes de la guerra y mostrarlas en todo su absurdo, es decir, el de enfrentarse unos a otros sin saber el porqué».
Sin embargo, también hay una gran postura ante aquel cine que busca llamar al pacifismo representando fehacientemente la brutalidad y en eso Obayashi siempre ha sido un maestro, pues desde su temprana La escuela marcada (Nerawareta gakuen, 1981), que a través de la fantasía de una niña que adquiere poderes y debe pelear contra un demonio se postulan las consecuencias de la entrada del fascismo; o en su anterior Hanagatami (2017), en donde la explosión de la bomba atómica es mostrada —fiel a su estilo— como si de una caricatura se tratara, la guerra no se convierte en una situación a reproducir, sino a falsear.
Obayashi usa la artificiosidad de su estética para desmantelar las imágenes de la guerra y mostrarlas en todo su absurdo, es decir, el de enfrentarse unos a otros —a veces guiados por discursos propagandísticos— sin saber el porqué. Pero lo más valioso de ese desmantelamiento es que no significa una simplificación de la guerra estableciendo culpables únicos o dando soluciones fáciles, pese a su marcado antibelicismo, Obayashi sabe que la guerra está lejos de tener un fin y por eso esta última película también formula una advertencia, estar siempre atentos a aquellos sencillos actos que poco a poco van creando un ambiente de opresión, como la presencia de un militar por las calles. Al final, la dedicatoria del filme más que una llamada al optimismo es una a continuar con los ojos abiertos: «A la gente joven que quiere un futuro donde nadie conozca la guerra, le dedicamos esta película con bendiciones y envidia». Laberinto de cine es la muestra de un cineasta que mantuvo sus ideales hasta el último momento.