Por Isaac Piña
Recuerdo las marquesinas y el olor de las palomitas, el piso embadurnado de melcocha de dulces, refresco y demás delicias que al ser desechadas dejaban las taquillas, las encimeras de la dulcería y prácticamente toda superficie cubierta por una costra de mugre. Realmente muy poco ha cambiado en ese ambiente, y, en ocasiones, más que por ver los afiches de las películas o averiguar los horarios del día, uno comprende que está en un cine por esas peculiaridades vivenciales del lugar.
Otro ejemplo de peculiaridades marcadas por la experiencia personal, lo encontramos en los sillones raídos e incómodos, cuyo único fin consiste en matar el tiempo antes de tu función, y que asimismo hacen las veces de un punto estratégico de reunión con tus otros acompañantes. Podrían parecer sillones normales, pero no cabe duda de que su aspecto singular, tanto derruido como confiable, se clava en la memoria.
Para quien ama el cine, tanto el arte como el espacio de proyección, el entorno por sí mismo puede brindarle una comodidad familiar, una sensación invisible e indescriptible de confort y cierta paz. Cuando eres niño y todavía no sabes tu futuro como cinéfilo, apenas notas aquello que acabo de describir.

Generalmente, el cine consiste en una emoción privada que con los años se comparte a cuentagotas: con amigos, familia, quizá en una cita ocasional, o aun con uno mismo, como una escapada de la pesadez de la semana. Pero a un niño nada de eso le importa. A ese chiquillo que fui, lo perseguían rostros gigantes que cuelgan de mantas enormes, las cuales debía mirar con atención ante la sospecha de que podrían caerme encima de un momento a otro.
Eran los años 90, recuerdo con lucidez la mirada penetrante de Nicolas Cage y la sonrisa dorada de Julia Roberts. Pero claro, de niño apenas tienes seis nombres en la mente, entonces aquel intercambio de miradas, o la admiración del gesto femenino, significaban un encuentro anónimo y misterioso. La curiosidad se despertaba incluso antes de pisar cualquier sala alfombrada, ahogada en el calor y la penumbra.
De cuando en cuando me pregunto qué tanto influyó en mi cinefilia la fuerte impresión que me provocaron las salas de cine durante aquellas primeras visitas, porque en realidad de las películas me acuerdo muy poco. Ahora desde la distancia de la madurez, aunque todavía en la incertidumbre, pienso que la fascinación crece con cada aventura, con cada exploración.
Es un doble juego que retoca el tedio de la realidad, lo transforma por medio del resplandor de un mundo fantasioso que te encandila con los sugestivos títulos de las películas, te seduce con los rostros enigmáticos de los anuncios, o sencillamente, te hipnotiza con los colores, las tipografías y el uso de símbolos.
Por ejemplo, poco sabía de la aguerrida Dana Scully o del cínico Fox Mulder, pero verlos en infinidad de artículos promocionales en el cine me hizo acercarme a la serie de televisión, años antes de que viera la película homónima: Los expedientes secretos X (The X-Files: Fight the Future, 1998). Y más allá del magnetismo del dúo protagonista, la intriga que me agobiaba provenía de la equis del título. «¿Qué diablos significa la equis y por qué es tan grande como sus caras?», una pregunta que podía hacerme durante varios minutos antes de dormir. En la equis gigante se esconde la duda y el posterior —y constante— asombro.

«Hoy reflexiono que para un niño con tendencia a escapar de lo real y propenso a esfumarse de “lo que pasa aquí y ahora”, abrir la puerta de una sala de cine era una de las experiencias más divertidas y significativas en esa temprana edad».
Deduzco que mi personalidad, entre curiosa y llanamente distraída, se estimulaba por el torrente de imágenes absurdas, dentro y fuera de la sala. Para entender su lógica, debía leerlas, platicar con ellas de forma telepática o, si me permiten la cursilería, vivirlas.
Hoy reflexiono que para un niño con tendencia a escapar de lo real y propenso a esfumarse de «lo que pasa aquí y ahora», abrir la puerta de una sala de cine era una de las experiencias más divertidas y significativas en esa temprana edad. Mencioné que como espectadores participamos en un doble juego, sin embargo, ahora que lo vuelvo a pensar, en realidad apuntaría tres fases. En primer lugar, debemos aceptar que la realidad mundana se desvanece de a poco y queda en un plano aparte, lejano, cuando nos encaminamos a la sala. El segundo estadio es la atmósfera que detallaba al comienzo de mi escrito, el entorno que de adultos damos por descontado pero que para el infante se convierte en el punto de partida de su ritual de descubrimiento. El tercero y definitivo es la película misma.
Si cruzaste las anteriores etapas y estás inmerso en las imágenes y los sonidos, hasta un filme soso tiene la capacidad de difuminar lo que llamamos «la vida real». Reconocemos en la pantalla un mundo alterno que nos da acceso a cosmos privados, en los cuales es posible observar con lupa emociones familiares: desencanto, enamoramiento, obsesión y más, encapsuladas en expresivos rostros iluminados dramáticamente.

Esa mirada infantil fijada en la pantalla erige puentes entre la fantasía y el universo físico. Nos excita la maravilla de haber descubierto un concierto entre imaginación y realidad, una celebración caótica que destella coloridamente en la oscuridad. Como en nuestros juegos solitarios, lo real prevalece, pero, con todo y esa ancla, nos permitíamos explorar nuestras dudas, reimaginarnos las reglas de convivencia social, reírnos de nuestros temores.
En el momento que visitamos el cine y percibimos el olor de la mantequilla salada de las palomitas que llena el ambiente, llamamos a nuestro interior, rescatamos retazos de aventuras infantiles colmadas de un embriagante abandono que como adultos, conscientes o no, nos empuja a desvanecernos una y otra vez dentro de las películas.