El absurdo de lo tradicional
Por El Huitzo
Shiva Baby (2020), la ópera prima de Emma Seligman es, en el centro de todo, una comedia social que explora la búsqueda de identidad y de libertad propia ante la imposibilidad de escapar de lo establecido arbitrariamente por la comunidad; la lucha entre lo que se espera de nosotros contra lo que deseamos ser y el punto medio en el que tenemos que aprender a definirnos, con tal de no perder contacto con el único mundo que conocemos y sin tener que traicionarnos.
La trama se desarrolla a lo largo de un shiva (funeral de la religión judía) en el que Danielle (una impresionante Rachel Sennott), una chica recién graduada de preparatoria y sin prospectos claros a futuro, tiene que lidiar con una serie de situaciones sociales incómodas provocadas por sus padres, miembros de la comunidad judía cercanos a su familia y el encuentro inesperado con su Sugar Daddy que, para hacer más grande su sorpresa, resulta estar casado y con un hijo recién nacido.

Dentro de estos parámetros, el guion cuenta con un desarrollo frenético y caótico en el que los realizadores caminan una fina cuerda floja, tentando el desastre en cada paso, nunca cayéndose, a menudo tambaleándose lo suficiente para hacernos compartir la angustia de su protagonista. A partir de aquí todo depende de las actuaciones que sostienen una historia que, con los intérpretes equivocados, podría fácilmente haberse desbaratado, sin embargo, Rachel Sennott, sobre cuyos hombros recae todo el peso de la película y del mundo, posee un magnetismo inigualable que logra mantener la situación en tierra, manteniéndonos siempre comprometidos con su perspectiva.
El lenguaje cinematográfico funciona en torno a la fuerza de la actuación de Sennott, el uso de la cámara y de la composición ayudan a reforzar la persistente claustrofobia que siente Danielle, a quien conocemos en un plano relativamente abierto, pero prácticamente todo el resto del filme la seguimos a través de una cámara en mano constantemente en close up, y si llega a abrirse es para dar contexto de su situación, rodeada de personas que parecen ignorarla y juzgarla simultáneamente.

«La película no parece buscar ser una condena de la tradición, sino una especie de búsqueda de comunión entre lo tradicional y lo moderno, que halla momentos de claridad en medio de la superficialidad del caos».
El trabajo de Emma Seligman detrás de cámara no busca una objetividad, siempre nos sitúa en medio de la situación, a menudo como intermediarios en conversaciones que amenazan con estallar. Es evidente que la directora comprende bien este contexto, no lo juzga, pero tampoco tiene escrúpulos en mostrarlo tal como es, y es de ahí donde se desprende la incómoda comicidad del guion, en la comprensión del absurdo inherente en las situaciones sociales prefabricadas por tradiciones aparentemente monolíticas.
Danielle parece encontrar algo irreconciliable entre su propia identidad (feminista, bisexual, artista) y la identidad de su familia y de aquellos que la rodean. El mundo que ella conoce es un mundo que promete cobijo y apoyo en la superficie, pero que puesto en práctica sólo le ofrece un entorno solitario, plagado de hipocresía y de incomprensión. A pesar de todo esto la película no parece buscar ser una condena de la tradición, sino una especie de búsqueda de comunión entre lo tradicional y lo moderno, que halla momentos de claridad en medio de la superficialidad del caos; momentos de esperanza que, milagrosamente, no quedan asfixiados en medio de la sofocación.