Dulzura solapada
Por Pablo Rodrigo Ordoñez Bautista
Nosotras (Deux, 2019) de Filippo Meneghetti es un filme cuya historia sucede bajo el umbral de una circunstancia humana particular: la vejez. El deterioro de la carne y de la mente es parte de Nina (Barbara Sukowa) y Madeleine (Martine Chevallier), dos mujeres mayores que ejercen un amor secreto alimentado por dos décadas de ternura sigilosa y que goza de la casualidad poética de ser vecinas en el último piso de un departamento, situación que facilita un ir y venir entre espacios ornamentados de bonsáis, retratos y tapices que atestiguan la creciente emoción de una marcha inminente. Ambas planean vender el departamento de Mad y aprovechar el capital para comenzar una nueva vida en Roma sin la loza del secretismo, no solo porque ya es óptimo, sino porque también ha llegado el momento para que Mad externe su sentir y su secreto a sus hijos Anne (Léa Drucker) y Frederic (Jérôme Varanfrain). Sin embargo, la algarabía y los planes se cancelan cuando Mad es incapaz de encarar a su familia, desatando un desencuentro entre ella y Nina que más tarde provocará una dinámica inesperada cuando un accidente cardiovascular confine a Mad al extravío físico y mental, dejando a Nina repleta de horror, culpa y unas ganas indestructibles por cuidar y redimirse.

El silencio, la ternura y la tensión es la materia prima del filme, cuya trama lógica, psicológica y contenida se construye preponderando el deterioro de personajes interesantes que habitan un mundo postal, uno que existe solo para las dos protagonistas y su vaivén, un rincón francés anónimo donde los locales y las calles solo sirven para sostener la construcción narrativa. Es sin duda el trabajo actoral de Barbara y Martine lo que dota de intensidad y angustia al relato. Podría decirse que la película tiene dos fases: la primera es aquella que explora la perspectiva de Mad, su naturaleza cándida, la represión de su sexualidad y una dinámica familiar que va desde la desconexión y pérdida de intimidad con sus hijos, hasta la violencia machista de su esposo difunto, y las consecuencias personales de estas desventuras. La segunda fase es la que nos ubica en los ojos de Nina, quien se entrega al frenesí y la imprudencia mediante el uso de una fuerza excepcional al intentar hacerse cargo de los cuidados y la protección de Mad, sin importarle demasiado las faltas morales producto de su violenta energía.
La película posee un lenguaje cinematográfico efectista y unas imágenes que tienden a una belleza magnánima. Hay momentos y tiempo para observar detalles, reacciones y espacios, para imaginar los grandes trozos de vida que ambas mujeres han vivido, detalles como los decorados, los adornos, la vajilla y sobre todo fotografías que evidencian la antigüedad de su lazo y sus muchas vidas. Esta historia lineal cuenta también con ciertos pasajes oníricos en donde ambas experimentan a lo largo de sus vidas —y de la película misma— momentos de dolorosa poesía, imaginería que evoca pérdida y dolor con la capacidad de resonar de múltiples formas en el espectador, quien podrá sufrir y gozar con esas imágenes y sonidos hiperbólicos para, al final, integrarlos en su reflexión sobre la compleja mente de Nina y Madeleine.

«La película posee un lenguaje cinematográfico efectista y unas imágenes que tienden a una belleza magnánima».
Finalmente, la película centra todos sus recursos en la narración de un relato con un final redondo. Resulta doloroso acompañar esta historia pues una frustración muy temprana se gesta y se alimenta constantemente. Desde las acciones de los hijos de Mad que tratan de imponer su subjetividad sobre la vida de su madre, hasta los obstáculos que va enfrentando Nina para cumplir su necesidad desesperada por cuidar de Mad. El descaro, ingenio y transgresiones derivadas de la desesperación que propicia el amor contrasta con el progresivo e inevitable deterioro mental que la vida, cínica e indiferente, nos susurra a todos.