Crítica

Mantarraya, los espíritus ausentes de Phuttiphong Aroonpheng

Las fronteras de la libertad

Por Bianca Ashanti

En una entrevista realizada durante el 2018, Phuttiphong Aroonpheng declaró que la idea que dio origen al nombre de su primer largometraje partía de una experiencia propia. Un viaje en el que el cineasta se había encontrado de frente con una mantarraya; según la declaración, la presencia del imponente animal marino lo había hecho reflexionar sobre la libertad con la que se deslizaban estas misteriosas criaturas a través del mar. Sin fronteras. Sin impedimentos.

Este cuestionamiento sobre las fronteras (políticas) se presenta de forma implícita en Mantarraya, los espíritus ausentes (2018), el debut como director de largometraje del reconocido tailandés. Una cinta que ahonda en la existencia y el conocimiento del otro, desde una perspectiva íntima; es decir, reconociendo la importancia de su vida y el impacto que ésta tiene en el mundo.

Es -quizá- por esta razón que Aroonpheng decide iniciar su ópera prima con una dedicatoria: “For the Rohingyas”. Tres palabras que cargan en sí el peso narrativo de todo el filme. Convirtiendo una sencilla historia de amistad en un cuento mágico, con ligeros tintes políticos, que esconde detrás una realidad terrible: el desencanto de la migración forzada.

Myanmar alberga más de 100 grupos étnicos que son oficialmente reconocidos; sin embargo, los musulmanos rohingyas no pertenecen a este sector privilegiado. Una situación que los ha hecho padecer de la persecución de su propio país, siendo víctimas de hostigamiento, violaciones, golpes y un genocidio que inició desde 1948.

En el 2017 los constantes enfrentamientos y el hostigamiento de las autoridades del estado orilló a medio millón de rohingyas a abordar barcos pesqueros e iniciar una odisea por el mar. El mismo mar en el que las mantarrayas de Aroonpheng se deslizaban con libertad sería la primera gran barrera para los migrantes de Mynmar. Una dicotomía que ejemplifica mejor que nada las diversas situaciones a las que se enfrentarían dichos apatriados.

Con una de estas situaciones comienza el filme. Un retrato onírico de la selva en donde podemos ver a un hombre repleto de brillantes luces, un arma de fuego en las manos y un siniestro silbido que parece anunciar la muerte. La próxima escena mostrará lo que apenas comenzábamos a contemplar. Una irrupción al paisaje y un sonido intermitente dan paso a una tumba realizada con descuido que planea cubrir un cuerpo al que jamás le vemos el rostro. No importa, todos entendemos que ese par de manos atadas podría pertenecer a cualquiera de las víctimas de esta “limpieza racial”.

A partir de estas escenas el desarrollo de la historia se da con mayor fluidez, imitando el ritmo del agua en movimiento, un elemento constante dentro de la cinta. Así conocemos a uno de nuestros protagonistas, un curioso pescador que pasa sus días entre un bote y un rutinario recorrido por la selva, que tiene como finalidad encontrar piedras preciosas. Misteriosa búsqueda que lo guiará hacia un moribundo hombre que parece escondido por la naturaleza de los manglares, al cual rescata, cura y cuida, en un acto que podría considerarse un intento de redención (él ha sido parte del entierro descuidado que mencionamos con anterioridad).

La incursión de este nuevo personaje trae consigo un halo de inverosimilitud, una presencia mágica que parece sacada de la mente del maestro Spielberg y que, indudablemente, nutre nuestra curiosidad en torno a la narrativa. De forma casi inmediata la relación entre ambos se vuelve íntima, creciendo en una duplicidad asombrosa que es capturada por la cámara del cinefotógrafo Nawarophaat Rungphiboonsophit, quien nos muestra a esta pareja en su día a día, siempre demasiado juntos pero poco afectivos.

En realidad, el rostro impávido del misterioso hombre, nombrado por el pescador como Thongchai, casi nunca cambia. Al igual que nosotros, no es más que un espectador de su propia vida que oscila de un lado a otro sin encontrar su verdadero lugar. Una fantástica analogía para hablar de los migrantes, que son obligados a dejar todo atrás y comenzar de cero bajo las reglas de un nuevo refugio que decidirá cómo nombrarlos.

«La construcción narrativa se basa en lo que vemos, un sinfín de tomas que enmarcan asombrosos paisajes, un manejo de primeros planos y miradas constantes que nos hablan sobre la confrontación y la necesidad de ser recordados»

Manta Ray es una película que los reconoce sin palabras, los diálogos siempre resultan poco relevantes; la construcción narrativa se basa en lo que vemos, un sinfín de tomas que enmarcan asombrosos paisajes, un manejo de primeros planos y miradas constantes que nos hablan sobre la confrontación y la necesidad de ser recordados, un sonido inmersivo que nos ayuda a adentrarnos en los misterios de la selva, y una serie de rostros inolvidables que cargan dentro de su mirada ausente el peso del olvido.

Aroonpheng cierra esta película evocando la libertad que serviría de pauta para su creación. El rostro lleno de dolor de Thongchai se hace presente. Este hombre, que parece haber renacido de las raíces de un manglar, está solo, sabe que es perseguido, sabe que será olvidado. Así que, en una muestra de resignación que nos duele a todos, decide volverse uno con la naturaleza. Se despide de la selva, esa que resplandece de tantos espíritus que alberga, y se lanza al agua en busca del idílico encuentro de su libertad, esperando que la dicotomía del mar se evapore y pueda recibirlo como recibe a todos esos místicos animales, con un flujo ligero que lo lleve lejos y lo haga olvidar esas fronteras que jamás logró transgredir.

Mantarraya, los espíritus ausentes se presenta en Filminlatino como parte de la muestra Daimon.

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