El acercamiento a la vejez desde el cine documental
por Bianca Ashanti
Dentro de todas las posibilidades que nos concede el ejercicio voyerista del cine documental, una de las más utilizadas por los realizadores es la de retratar el melancólico desenlace de la vida durante sus últimos años; esta necesidad de filmar la vejez surge, en algunos casos, del esfuerzo por mantener vigentes los recuerdos de las personas e imprimir sus vivencias para la posterioridad.
Al hacerlo, se logra transgredir la línea de la vida y convertir una despedida en un registro que supera la barrera de los años y ayuda a trascender a sus protagonistas, tal como lo enunciaba Lucía en Las Cinephilas (María Álvarez, 2017) al declarar que el miedo a la muerte se evapora cuando sabes que tu vida será recordada. A veces podría parecer que el acto de resistencia más innato para el ser humano es justo ese, recordar.
Pero para poder hacerlo debemos perder el miedo de mirar de cerca, observar los detalles y estar siempre presentes para captar cuando las máscaras del otro por fin bajen la guardia; esto es justo lo que logran Erick Stoll y Chase Whiteside en América (2018), un largometraje que sigue la vida de Diego, Rodrigo y Bruno, tres hermanos que se ven obligados a pausar la cotidianidad de su vida para cuidar de su convaleciente abuela paterna.

Una historia que oscila entre el histrionismo y la intimidad; con una protagonista que rompe constantemente la cuarta pared y nos permite ver la vulnerabilidad que la apresa, sin imaginar que al hacerlo está construyendo en torno a sí misma una caótica realidad que nos envuelve como espectadores y nos hace parte de su familia.
A pesar de tener un inicio lleno de tropiezos, donde la narrativa del filme se torna plana por la condescendencia de los directores y la benevolencia sobreactuada de los protagonistas, el documental pronto encuentra un camino mucho más sincero en donde convergen un cúmulo de realidades diferentes; la multiplicidad en las personalidades de los personajes logra dar forma a un retrato en donde las peleas, discusiones y alegrías se convierten en un poderoso discurso sobre la familia.

«América logra tocar fibras muy sensibles en cada espectador, cerrando la enternecedora historia con el único final posible, el pasar de los años y las vidas que terminan su camino»
Los directores de la cinta construyen una historia fracturada que avanza en líneas paralelas, por una de ellas podemos conocer la relación que América tiene con cada uno de sus nietos, llena de variaciones y claroscuros que nos ayudan a entender las personalidades de cada uno; por otra, nos volvemos parte de un discurso mucho más político cuando nos enteramos de la situación que originó todo este filme, un punto de partida que marca el ritmo de la historia: el padre de los tres nietos está en la cárcel, acusado por negligencia en el cuidado de un adulto mayor.
Estas líneas narrativas, que logran confrontarse casi al terminar el documental, se convierten en el gancho para mantener el interés del espectador y retratan una realidad en donde la corrupción permea por las fracturas familiares, somos cómplices de la alegre victoria que representa la liberación de Luis, el hijo de América, un personaje incidental que construye a partir de su ausencia.
Al final, América logra tocar fibras muy sensibles en cada espectador, cerrando la enternecedora historia con el único final posible, el pasar de los años y las vidas que terminan su camino. Un frasco de cenizas, un viaje en coche y una sonrisa llena de melancolía que indudablemente nos hace recordar que los lazos de las familias también se crean a partir de las tristezas, tal como lo aprendimos en Los insólitos peces gato (Claudia Sainte-Luce, 2013).