La cosmovisión indígena de Colombia
por Bianca Ashanti
Una de las grandes constantes dentro de la industria del cine ha sido la representación del indígena migrante y su incursión en las grandes ciudades. Esta mirada sobre el “otro” se caracterizó por dividirse en polos irrisorios (comedia/melodrama), que se desprenden de la visión paternalista del hombre blanco y su afán por etiquetar lo desconocido bajo conceptos como <<salvaje>>, <<ignorante>> o <<extraño>>.
Esta conceptualización convierte complejas cosmovisiones en representaciones simplistas, minimizando la multiculturalidad de las etnias nativas de cualquier país, para conferirles características descontextualizadas y por demás condescendientes. Los indígenas dentro del cine en América Latina (a excepción del trabajo antropológico del cine documental) no poseen una identidad definida; su representación se concibe de manera superficial y no repara en legitimar los clichés racistas que predominan dentro del imaginario colectivo.
Para mayor ejemplo de esto, podemos citar algunas de las grandes obras del cine mexicano, que van desde Janitzio (Carlos Navarro, 1935) hasta Tonta tonta, pero no tanto (Fernando Cortés, 1972), donde la personificación -por demás clasista- de la India María convirtió la imagen del <<indio>> en la de un ente ignorante, extremadamente inocente, con acento marcado y una serie de características que satirizaban su existencia. En contraparte, también se legitimó la tragedia del indígena que no posee identidad propia y se compone de estereotipos construidos a partir de los recuerdos melancólicos de los realizadores, arrebatándoles la posibilidad de elegir o actuar por sí mismos, como sucede en Roma de Alfonso Cuarón 2018.
Estos constantes tropiezos nos llevan, irremediablemente, a preguntarnos cuáles son las barreras que tienen los realizadores como entes extranjeros. ¿Qué está bien y qué no a la hora de filmar una cultura a la que no se pertenece? Quizá no hay respuesta más clara que el cine de Ciro Guerra y Cristina Gallego, una asombrosa dupla colombiana, que ha centrado sus colaboraciones en el registro etnográfico sobre la vida comunal de la Colombia profunda, desde un cine de ficción que sirve como ejemplo para hablar sobre un tratamiento responsable de la multiculturalidad latinoamericana.

En Los viajes del viento (2009), Ciro Guerra nos dejó ver el respeto que tenía hacia las diversas etnias de su país, al retratar a las comunidades desde una mirada horizontal que se desprendía de la falsa visión positivista de occidente, para aventurarse a conocer una nueva perspectiva del mundo. Esta incursión le permitió conocer de cerca sus territorios, sus tradiciones y sus rituales.
Sin embargo, el trayecto no fue solamente geográfico, también metafóricamente Guerra inició un viaje hacia una Colombia surrealista donde los espíritus, los cantos y el destino forman la base más confiable para explicar el entorno inmediato. Ahí, comenzaría a registrar la importancia del lenguaje, la música y los sueños, como elementos que benefician el desprendimiento visual y narrativo de las estructuras cinematográficas convencionales.
Los esfuerzos por construir narrativas más íntimas y respetuosas nos permiten acercarnos a una realidad en la que nos convertimos en ese ente externo que intenta entender el mundo, su diversidad de lenguajes y conocimientos que nos posicionan al borde de cada escena. Ese estilo se consolidó en El abrazo de la serpiente (2015), cinta en la que Guerra y Gallego nos muestran una nueva forma de <<ver>> al indígena, para ellos no es necesario sacarlo de su entorno ni romantizar su existencia, deciden adentrarse al corazón de la selva amazónica para construir historias diferentes.
Estas comparten una cosa en común, en todas somos obligados a mirar de frente el espectro de la colonización, una crítica muy profunda que permea dentro de cada escena. La religión cristiana, el olvido de las costumbres ancestrales, la decadencia de las tradiciones comunales y una serie de desgracias que apuntan irremediablemente a la invasión extractivista del neoliberalismo, se hacen presentes y nos hacen testigos de la resistencia de los pueblos.

El entramado visual con el que se tejen estas historias siempre inicia y termina en el mismo punto aleccionador, rescatando una visión latinoamericanista que profundiza en la matriz de sus etnias para explicar la crisis sociopolítica del continente. Sumergiéndonos en un mundo de códigos familiares y de respeto a la madre tierra, Pájaros de Verano (2018) termina de revolucionar todas las propuestas, ya de por sí asombrosas, que Guerra y Gallego nos habían mostrado antes.
Esta película, que representa el punto eclipsante de toda su colaboración, se construye a partir de las fortalezas discursivas de los dos filmes que la preceden, al rescatar sus elementos más trascendentales como la música, los sueños, el realismo mágico impreso en cada toma y la presencia indígena que rompe con los paradigmas para posicionarse frente a la cámara con toda su diversidad y su fuerza.
La cinta parece deslizarse, como arena en el desierto, por varios géneros cinematográficos, entre los que destaca el western. A través de sus impresionantes escenas, que en ocasiones parecen evocar a los cuadros de Magritte, nos adentramos a la historia de la bonanza marimbera, una trama surrealista que se estructura a partir de la tragedia de una familia, siguiendo una construcción novelesca donde la relación de los personajes con su entorno forma parte central del todo.
“Los sueños prueban la existencia del alma”
Si bien, la importancia del mundo onírico ya se veía como un elemento clave y universal desde El abrazo de la serpiente, es la ideología de la cultura Wayuú la que consolida esta percepción espiritual. La tradición de “leer el sueño” sirve, dentro del filme, como un intermitente faro de luz que alumbra a sus personajes, perdidos en el mar de la avaricia.

Esta habilidad, unida intrínsecamente a las mujeres, resulta ser una pieza vital para vislumbrar el hilo conductor que se formula a lo largo de la cinta y que rescata una construcción de la identidad enriquecida gracias a la oposición de sus elementos; es decir, los wayuús y los alijunas. Lo conocido y lo extraño. Lo onírico y lo real. Carmiña y Rapayet.
Carmiña, la matriarca y cuidadora de la familia, representa el lazo directo con el mundo de los espíritus, los prejuicios y los sueños; ella resulta ser la encargada de recordarnos la bifurcación de la realidad que observamos en pantalla. Por otro lado, Rapayet se presenta a nosotros sin máscaras ni talismanes, como un alijuna que intenta encontrar su lugar dentro de un mundo que no entiende; su condición de hombre extranjero lo excluye del misticismo que cobija a los Wayuú y lo termina envolviendo bajo los peligros de un expansionismo norteamericano que resulta mortal.
La relación de Rapayet con la naturaleza parece nacer del conflicto, él es presentado -casi metafóricamente- como un hombre sin familia, sin conexión directa con la tierra que lo vio nacer. Su destino se ve marcado por un entronque patriarcal que confronta lo tradicional con lo colonizador, con cada paso que da lejos de Carmiña se acerca más a su muerte. El mensaje es claro y termina por rebasar la historia.
Si en El abrazo de la serpiente, Guerra nos hablaba sobre la necesidad de “educar” al hombre blanco y su avaricia, Pájaros de Verano rompe esta ilusión para hablarnos sobre una premonición muy certera: el hombre blanco destruirá al mundo y la única forma de escapar a ese destino nace con la reconexión espiritual del ser humano y la madre tierra.

La militancia discursiva de la cinta parte de la concepción del ecofeminismo, que plantea una relación directa entre la explotación de la naturaleza y la opresión de la mujer, exponiendo desde el activismo ecológico la relación filial en la que se desarrollan y evolucionan el capitalismo y el patriarcado. Este punto de vista histórico, cultural y simbólico resulta indispensable para entender la necesidad de un feminismo latino que se anteponga ante el expansionismo extractivista, que condena la existencia de las comunidades y de su tierra.
Si partimos del entendimiento del cine como filtro ideológico, podemos concluir que Pájaros de verano es la culminación de una mirada etnográfica y feminista que llevaba más de una década creciendo en la mente de Gallego. La genialidad resulta en la contextualización de su narrativa y su perspectiva, que escapa a las ideas colonialistas para posicionarse políticamente desde las necesidades inmediatas de nuestro continente.
Al final, el dialogo que se entabla entre estos filmes logra poner sobre la mesa una serie de cuestionamientos y críticas sobre la forma en la que nos miramos y las costumbres que adoptamos para mirar al otro; las consecuencias de una invasión ideológica que nos hace olvidar que, tal como lo enunciaba Karamakate en El abrazo de la serpiente, la verdadera fortaleza de las comunidades nativas para resistir a la modernidad está en recordar quiénes son y de dónde vienen.