Ensayo

Ensayo: El cine de Sarah Maldoror

El discurso decolonial y la importancia de la autorrepresentación

por Bianca Ashanti

El rostro de Maldoror con el ceño fruncido y la palma de la mano extendida es algo difícil de olvidar, quizá por el carácter y la energía que denota con esta pequeña acción, quizá, también, por la forma en la que habita el espacio con su enérgica presencia, o por lo sorprendente que nos resulta ver a una mujer afrodescendiente detrás de una cámara cinematográfica durante la década de los 70.

Hay muchas cosas en ella que son, irremediablemente, inolvidables. La principal es su discurso fílmico, una poderosa reflexión que nos muestra, entre tantas otras cosas, la importancia de la autorrepresentación y la confrontación de los discursos hegemónicos.

Fue hace más de cincuenta años que Ernst Cassirer definió nuestra naturaleza a través de su conocido concepto de <<animales simbólicos>>, una definición apoyada en la cualidad fundamental del ser humano de construir simbólicamente el mundo. Esta construcción e interpretación constante parecían ser el móvil perfecto para explicar -sustentados en la biología y la filosofía- el poder de adaptación.

Es decir, para Cassirer era impensable definir al ser humano sin contemplar su quehacer simbólico de reinterpretación cultural constante -que contempla formas lingüísticas, imágenes artísticas, símbolos míticos y ritos religiosos-[1]. Pero, esta habilidad de creación e interpretación parecen carecer, en la actualidad, de una relevancia social. Los signos y símbolos han sido establecidos, legitimados y universalizados culturalmente, convirtiéndose en leyes inquebrantables y difíciles de cuestionar.

Fotograma de la película Sambizanga (1972)

Los discursos hegemónicos de las culturas dominantes han hecho del mundo un libro de verdades históricas, ambos conceptos muy propios de occidente[2], y han construido un binarismo absurdo que invisibiliza el abanico de contrastes de las culturas periféricas.

Rolland Barthes nos decía que “el discurso histórico no sigue lo real, únicamente lo significa al no dejar de repetir que así pasó”[3]. Entrar en este debate nos llevaría al cuestionamiento del cine como documento histórico, una longeva batalla entre historicistas, antropólogos y cineastas. Sin embargo, ésta no es nuestra prioridad, por lo que nos limitaremos a remarcar el poder del filme como un agente activo de la historia. O, como lo enunciaría en el 2000 François Furet, como un formidable movilizador de ilusiones y sueños.

Pero, si tomamos al cine como un agente activo dentro de la historia ¿podríamos aludir su poder connotativo como móvil para resignificar la realidad? ¿Una contra-narrativa o según palabras de la teórica de cine, Claire Johnston un contra-cine? Sarah Maldoror lo logra. En sus filmes, la cineasta francesa -de ascendencia africana- articula un discurso que rompe con todas las narrativas dominantes de la época.

Con la independencia colonial de África a finales de los 60, Maldoror encontró el móvil perfecto para romper el molde y hacer las cosas diferentes. Influenciada por el neorrealismo italiano y la técnica cinematográfica heredada de la Nouvelle Vague, la extraordinaria realizadora construyó una filmografía que intenta rescatar la experiencia colonial de su pueblo africano. Cabe resaltar que durante estos años el sentimiento de panafricanismo invadía todo el continente europeo por lo que, pese a su nacionalidad francesa, la realizadora logró conectar con la urgente crisis del continente vecino.

Después de su participación como ayudante de dirección en La batalla de Argel (1966), la cineasta articuló un discurso férreo y completamente político que intentaba confrontar a la barbarie del historicismo -respaldado por la industria del cine para legitimar la invasión y la colonización- que retrataba a las etnias africanas desde una mirada paternalista, justificada bajo la premisa de llevar “progreso” y lidiar con el “salvajismo”, intrínsecamente asociado con todo tipo de vida diferente a la europea.

Fotograma de la película Sambizanga (1972)

Ya desde la década de los 40´s, Theodor Adorno y Max Horkheimer, parecían lanzarnos una advertencia sobre los peligros de la cultura industrial y el inevitable vínculo que estos tenían con la alienación de los individuos en pro de los intereses capitalistas[4]. Esta temida industria, que parecía devorar cada uno de los ideales artísticos de consciencia y crítica social, terminaría siendo una imparable maquinaria de apropiación que moldearía nuestros gustos, necesidades y perspectivas. Además, para el continente africano, la colonización había ocasionado una completa desarticulación cultural, un secuestro de sus imágenes y símbolos propios y un condicionamiento ideológico.

Pero, en el mundo estaba floreciendo un sentimiento de rebeldía que permeaba todos los ámbitos de la vida; con ello nació el tercer cine, a través del cual los argentinos Octavio Getino y Pino Solanas intentaban crear un nuevo modo de expresión y liberación, ideal para la periferia. Esta influencia fílmica que traía en sí todo un espíritu insurrecto llegó a África para consolidar los ideales que ya mermaban dentro de los jóvenes cineastas, quienes entendían la importancia de recuperar su identidad y representarse a sí mismos.

Y así lo hicieron desde los 60´s directores como Ousmane Sembène y Med Hondo, pero la desarticulación de estos discursos no estaría completa hasta que la mirada de Maldoror se hiciera presente. Sambizanga, llegaría en 1972 para mostrarnos la importancia de la representación femenina en el cine africano, utilizando -de forma implícita- un discurso muy apegado a la teoría afrofeminista, que sorprende por su claridad y su ingenio narrativo.

En el filme, la cineasta francesa rescata muchas representaciones arquetípicas de la mujer -la madre, la cuidadora, la esposa incansable-, sin embargo, su forma de contextualizarlo nos permite ver una conciencia de género y clase muy arraigada. Su cine, no sólo militaba contra el colonialismo del hombre blanco, también lo hacía contra el discurso del feminismo liberal que tantos percances había tenido ya en Norteamérica para aceptar otro tipo de realidades y perspectivas -el movimiento sufragista surgido en Estados Unidos resulta ser el mejor ejemplo para hablar de los peligros de la masificación discursiva-.

Sus estructuras narrativas son diferentes; ella logra utilizar la escuela del <<otro>> para dignificar su propia experiencia como mujer afrodescendiente. Las mujeres en sus filmes son mujeres de costumbres, de tradiciones -en parte por la necesidad de recuperar esta cosmovisión comunal y étnica-, pero el amor a su tribu no les impide formar parte activa de la revolución que acontece ante sus ojos, ya sea desde el cuidado o desde la militancia. Algo que logra otorgarles su papel legítimo dentro de la revolución.

Elisa Andrade en Sambizanga (1972)

Pese a ello, lo que vemos en pantalla no son más que historias particulares de mujeres que no pretenden, a diferencia del cine occidental de la época, formular discursos exactos sobre la historia. La visión de los cineastas africanos no parte de ahí; tal como lo enunciaba Sembène: “…a mi generación no nos explicaron nunca nuestra historia. Sabemos las fechas, las leyendas, pero no sabemos exactamente qué pasó. Nuestro deseo es dramatizarla y así poder enseñársela a otros”.

La intención de contar su propia experiencia llevó a los realizadores a dramatizar algunos textos escritos por intelectuales de la época, que vieron en el cine la herramienta perfecta para hacerse escuchar dentro de un pueblo que en su mayoría era analfabeta. La creación y socialización de estos saberes y representaciones se volvieron, para los activistas de la época, el principal móvil de militancia discursiva. No sólo hablábamos de una destrucción de la iconografía visual impuesta, sino también de la creación de nuevos símbolos con los que se pudieran identificar las comunidades y etnias.

El discurso de Maldoror dejó sembrado en la historia del cine un claro ejemplo sobre el impacto de la mirada femenina en el séptimo arte, una mirada que estuvo orientada a la resignificación de la vida comunal. Sambizanga (1972), Et le chiens se taisaient, (1974) escrito por Aimé Césaire, poeta, político y activista de <<la negritud>>; y Monangambé (1968), basada en la historia de José Luandino Vieiranos muestran el profundo interés de la realizadora por traducir el movimiento político, social y cultural de la independencia africana mediante imágenes.

En la actualidad, mirar en retrospectiva hacia el cine de esta asombrosa realizadora panafricanista, nos lleva irremediablemente a encontrar tres cosas:

Una traducción iconográfica que reinserta a un continente entero en la historia del mundo.

Una asombrosa escuela basada en la resignificación de símbolos que sería utilizada por un sinfín de cineastas africanos, entre los que podemos destacar los filmes de Flora Gomes: Mortu Nega (1988) y Po di Sangui (1996), donde se pueden reconocer las citas indirectas del cine militante de Maldoror.

Fotograma de Monangambé (1968)

Un cine profundamente político que conjuntaba la poesía y la rebelión para democratizar los discursos de liberación; además, de mostrar un acercamiento al feminismo interseccional, reconociendo el mosaico de realidades y experiencias de las mujeres negras en África y en el extranjero, sin caer en las peligrosas dicotomías de occidente.

En conclusión, podríamos hablar sobre el cine de Sarah Maldoror como un elemento activo y completamente necesario para las historias de la rebelión, pero también es importante reconocerlo como uno de los primeros -grandes- intentos por construir una visión decolonial del feminismo, una que surge a partir de la necesidad de crear representaciones para nuevos seres sociales: las mujeres revolucionarias de la periferia que forman parte de la liberación colonialista.

Tal como lo aseguraría Laura Mulvey, no se puede crear nada nuevo sino a partir de la confrontación de lo conocido[5]. Por ello resulta tan indispensable rescatar la memoria y la obra de esta cineasta que partió de la diferencia opresiva para crear una obra liberadora.

Gracias por tanto, querida Sarah.


[1] Ernst Cassirer, 1944. Antropología filosófica: introducción a una filosofía de la cultura. Fondo de Cultura Económica. P 26

[2] Maurice Halbwachs, 2011. La memoria colectiva, Miño & Dávila. P 128

[3] Roland Barthes, 2002. El susurro del lenguaje. Paidós. P 175

[4] Theodor Adorno y Max Horkheimer, 1998. «La industria cultural. Ilustración como engaño de masas». En Dialéctica de la Ilustración. Editorial Trotta. PP 170- 200.

[5] Laura Mulvey, 1975. Visual Pleasure and Narrative Cinema, Screen 16, núm 3, p 18

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