Del inconveniente de amar el cine
por Axl Flores
Varios de los grandes mitos en la ya no tan breve historia del cine están fundados en la cinefilia, esta práctica agrupada en nueve letras ha sido durante gran tiempo el modelo a seguir para cualquier persona que se sienta mínimamente representada en una pantalla, una actitud de entrega total por las imágenes en movimiento que se demuestra en cada visionado y que como cualquier romance que presuma algo de verdadero es desinteresado. El cinéfilo está dispuesto a llenar los vacíos de la historia del cine con su vida y los de su vida con él, porque los grandes relatos sobre el cine se escriben por y para la cinefilia.
Sin embargo, para cualquier espectador en la actualidad, quizá no haya cliché más gastado que el que rodea a la palabra cinéfilo. La cinefilia que en ataño era sinónimo de unión romántica con el medio cinematográfico, se ha tornado en los últimos tiempos -en gran medida gracias a discusiones carentes de sentido en redes sociales- en una actividad con mala fama, es más común que alguien reniegue de ella a que se incluya dentro de sus filas.
Para una generación -la mia- que ha crecido con el auge de los servicios de streaming y la piratería digital, la figura del cinéfilo no es solamente una llena de sacrificio, también es la de una locura desmedida, la de una personalidad patológica que usa el gusto por el cine como un pretexto, como una máscara.

“Le olía mal el aliento, como a todos los cinéfilos” dice Elizabeth Moreau en Les siéges de l´Alcazar (1989) de Luc Moullet. Con esa cita, Vicente Monroy comienza Contra la cinefilia, un libro que bien podría ser consecuencia de ese fenómeno de desromantización, un ensayo escrito desde la cinefilia, para ella y como su mismo nombre lo dice, contra ella; en sus páginas se implementa un juego -que en ocasiones llega casi a lo tramposo- en el que se analiza la historia de esta práctica, una revisión del aspecto intelectual y pasional que rodea al amor por el cine.
Si bien su nombre podría parecer una conjura polémica contra todo el que gusta ver dos o tres películas diarias -en la experiencia personal, en un principio el mismo título me alejó del libro un poco-, la ensayística de Monroy resulta bastante edificante, desde el primer capítulo del libro problematiza las malas conductas del cinéfilo recurriendo a figuras fundamentales de esa cultura.
En las páginas de Contra la cinefilia están Ranciere, Deleuze, Debord, Dorsky y la mayoría de los Cahiers du cinéma, pero no hay un tono de veneración como en la mayoría de los textos en los que son citados, los momentos sublimes de esta suerte de panteón cinéfilo son casi ridiculizados, en particular, lo que podría ser considerado su mayor logro: la política de los autores y el interés en el mero formalismo.


Es ahí donde eso de tono tramposo toma algo de relevancia, pues con una idea del presente de la cinefilia, esa que defiende a Polanski, Allen, Spacey de las acusaciones de acoso/ abuso sexual y que tiene como principal enemigo al feminismo del Me Too, Monroy se abalanza en contra de la que en otras situaciones culturales castigó todo el trabajo de un cineasta por un solo travelling, como el caso de la polémica alrededor de Rivette quien condenó la película Kapo de Gillo Pontecorvo por un movimiento de cámara. Pero si no fuera por ese tono, el libro no se permitiría discutir el aspecto sumamente masculino que se esconde detrás de la figura intelectual y vehementemente provocadora del cinéfilo.
“Alguien con palabras me la mostró” Curiosa forma de ver una película…
En uno de los apartados que me parecen más brillantes del libro, Monroy sigue el hilo de la polémica sobre Kapo hasta llegar al texto El travelling de Kapo, escrito por Serge Daney, en él, su autor afirma que nunca ha sentido la necesidad de ver la película pues alguien -Rivette- se la mostró con palabras. Daney que en algún momento llegó a llamarse un hijo del cine, da fe de la renuncia al acto característico de todo cinéfilo, el de ver una película, para en su lugar seguir una posición intelectual. La cinefilia, para Monroy, parece ser en parte eso.


«Contra la cinefilia funciona como una invitación a reflexionar sobre la forma de relacionarnos con las imágenes, desconfiar de esa visión romántica del cine como una ventana a la realidad».
Esas aseveraciones no nacen de la calumnia, sino de la autocrítica de un apóstata que hoy da cuenta de sus errores, Monroy al igual que Daney también creyó ser un hijo del cine sin pensar en que eso a lo que llamaba amor era en realidad una suerte de enfermedad que lo hacía abstraerse del mundo. De esa forma disecciona cómo hay algo de masculino en el gusto por los westerns, algo de pedantería en las discusiones sobre cine con los amigos y con algo de pesimismo dice que el amor por el cine nunca se igualará al de una madre.
Si bien todo eso es cierto, uno de los puntos débiles es que Monroy siempre está mirando al pasado y por eso no logra vislumbrar un futuro, no menciona a casi ningún cineasta contemporáneo en los que esa cinefilia se manifiesta de buena forma o al propósito del western ignora el trabajo de Kelly Reichardt que desde mi punto de vista está trabajando el género más allá de la mirada masculina.
Contra la cinefilia funciona como una invitación a reflexionar sobre la forma de relacionarnos con las imágenes, desconfiar de esa visión romántica del cine como una ventana a la realidad, un poco como lo que logra Frank Beauvais al tratar a la cinefilia como una patología en No creas que voy a gritar (Ne croyez surtout pas que je hurle, 2019). Es una lectura interesante porque tal vez dudar o augurar un fin de la cinefilia, al igual que las afirmaciones sobre la muerte del cine, demuestra que está en un momento de gran vitalidad -finalmente este libro no existiría sin ella- y si no son esos los caminos adecuados, habrá que encontrarle otros, tocará a las nuevas generaciones definir su propio concepto de cinefilia.