Crítica

Crítica: Pastor o impostor de Jan Komasa

No hay lugar para la fe

por Axl Flores

Los discursos sobre la fe son, casi siempre, discursos desde la introspección: solo una fe nacida de la confrontación interior puede tener tintes de verdad. Toda una tradición cinematográfica nacida en Bresson ha postulado a esta, como un camino de duda que se debate entre la llamada interior —espiritual, si se puede decir— y lo exterior —la carne—, para encontrar un equilibrio.

Esa idea de la fe con una cara hacia el interior y otra al exterior aparecida desde la biblia, «por sus frutos los conocerán» dice Mateo 17:16, es muy aplicable al dilema presente en Pastor o impostor (Corpus Christi, 2020), uno de esos raros aciertos que tienen las distribuidoras al traducir o imponer títulos en español a películas extranjeras, pues ese mismo juego de apariencias describe la paradoja presentada en esta película polaca dirigida por Jan Komasa. En ella se sigue a Daniel (Bartosz Bielenia), un joven que después de un pasado en el reformatorio busca seguir el camino de la fe, específicamente la de la religión católica, para convertirse en cura.

La religión se presenta como un camino y refugio para Daniel, quien ve en ella la oportunidad de redimirse, sin embargo, en una primera instancia se le niega la entrada a ese mundo. Su ilusión de convertirse en sacerdote se ve rota cuando su mentor le dice que nadie con su pasado podría ser aceptado en un seminario, que debe ganarse la vida de otra forma; la fe, al final de cuentas, no es solamente una cuestión espiritual, también es una serie de reglas y mandatos que se deben cumplir en el mundo material. «No robarás», «no matarás» son mandamientos que él no ha cumplido. 

Es ahí cuando ese juego entre las dos caras de la fe antes descritas comienza. Daniel logra engañar a la organización de una iglesia haciéndoles creer que es un sacerdote y ahí construye todo un personaje que, aún con todas sus anomalías —una suerte de fusión de cantante de Reguetón con sotana—, comienza a ejercer su papel sanador en una comunidad cuyo padecimiento crónico surge a partir de la impunidad gubernamental y la corrupción eclesiástica. A primera vista, los frutos de la fe de Daniel son verdaderos, ese atípico cura que fuma y bebe junto a un grupo de jóvenes, e incluso afirma que el celibato es una tontería sin importancia —después lo romperá junto a la hija de la ayudante de la iglesia—, es quien mejor parece entender las penas que aquejan a ese grupo de personas que acosan a una viuda en venganza de un crimen cometido por su marido.

«Los sacerdotes, en Pastor o impostor, no son esos seres entregados a la voluntad de Dios, más bien son una mafia dispuesta a servir a los poderosos».

No obstante, la fe que tiene Daniel es una pragmática del sentir, no tiene ninguna base teológica, pocas veces recurre a Dios; en una escena, en lugar de oraciones, Daniel les pide a los creyentes sacar toda su ira, un ritual que tiene más tintes paganos y terapéuticos que católicos, pero que le ayuda a lograr su cometido. La reflexión existencial sobre la labor de un sacerdote presente en Bresson o Schrader, es evadida por Komasa, porque su narrativa se  encamina a una reflexión sobre el papel de estos en la sociedad, la fe como un valor de uso. Más que hacia una introspección, Pastor o impostor tiende a una revisión de los frutos de la fe: cómo ese hombre con un pasado terrible puede ser más comprometido que aquellos que con toda autoridad moral dan un sermón desde el púlpito. 

Los sacerdotes, en Pastor o impostor, no son esos seres entregados a la voluntad de Dios, más bien son una mafia dispuesta a servir a los poderosos. En ese sentido, uno de los aspectos más interesantes del film reside en esa crítica a las organizaciones eclesiásticas que usan a sus creyentes para favorecer gobernantes mediante una rectitud moral casi intachable en lo público, pero completamente oscura en lo privado. Esa negación de los impulsos y las emociones humanas que lleva únicamente a crear individuos sin pasiones que sucumben fácilmente ante el que jura ser más recto. 

Las pequeñas manifestaciones de fe en la modernidad no son para Komasa una aspiración a lo trascendente, sino voluntades que son maniatadas por todo un sistema que asigna un lugar a cada persona para que todo continúe con normalidad, y el final del film se encarga de eso de una manera magistral: en medio de una jauría de lobos no hay lugar para creer. ¿Quién es el pastor y quién el impostor? En un mundo donde la iglesia encubre crímenes y los que buscan rehabilitación son forzados a volver a su pasado, la respuesta no parece ser tan unívoca, la fe en Pastor o impostor no es más que un sistema proclive a la corrupción.

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