por Bianca Ashanti
Les voy a contar la historia de tres niñas; todas están unidas por factores muy específicos y, al mismo tiempo, completamente reconocibles como una realidad compartida por el entorno geográfico. Estos factores van desde la vulnerabilidad de ser mujer periférica, hasta los conflictos con el reconocimiento propio y la confrontación con el status quo. Las dos primeras, además, exploran los lazos que unen su existencia con el territorio en el que habitan; la tercera explora el cuerpo como barrera personal, un campo a partir del cual se originan batallas, alianzas y amistades.
El territorio como estado de lucha; «no deben temerle a niñas salvajes o lobos» en Wolfwalkers (2020)
Robyn es ágil, inteligente y audaz. Entrena a diario para cazar lobos, una profesión aprendida de su padre, mientras intenta sobrellevar la discriminación del pueblo donde vive desde hace muy poco. No comparte con sus vecinos ningún tipo de relación que no surja a partir del miedo y no tiene amigos, pasa sus días practicando bajo la convicción de convertirse en alguien suficientemente fuerte para evadir el encierro del que es víctima por la sobreprotección de su padre.
Para ella, el poder se ha convertido en una herramienta que le ayudará a demostrar su fuerza, salir de su casa, evitar las tareas domésticas destinadas a las mujeres y convertirse en una heroína que proteja al pueblo de los terribles lobos. Todas sus acciones están basadas en la necesidad de ser aceptada y reconocida. Pero el poder que necesita involucra herir, involucra adentrarse en el bosque y cazar a sus peligrosos enemigos dentro de su propio hogar. Y Robyn, pese a todo lo que le guste imaginar, es demasiado pequeña para hacerlo.
Por otro lado, la condición licántropa de Mebh, la nueva y misteriosa amiga que conocerá en el bosque, le confiere las habilidades necesarias para utilizar la fuerza a su favor. Pero su verdadero poder no reside en sus habilidades individuales, sino en la conjunción de su manada. Los lobos, junto con los wolfwalkers, enfrentan la invasión del hombre a la naturaleza a partir de su fuerza como equipo; atacan y se defienden juntos. Este nuevo universo representa para Robyn un cambio de paradigma entre el «poder sobre»—del gran Lord Protector— y el «poder para» —de los wolkwalkers—.
Hay dentro del discurso feminista ciertos conceptos que se han convertido en la base fuerte de las teorías interseccionales. Uno de ellos es el «empoderamiento», un término que fue desarrollado, en primera instancia, como una resolución conceptual de ciertas problemáticas antropológicas y políticas que estaban sobrepasando la crítica neoliberal en la década de los 90. Este estaba orientado a materializar una visión más humana sobre acciones sociales que pudieran realizar un cambio dentro de las estructuras de desarrollo sociopolíticas de la época —y del estado—.
Con los años, el concepto fue digerido por el feminismo y se complementó con las particularidades discursivas del movimiento, hasta llegar a autoras como Jo Rowlands que desarrollaron una teoría propia del concepto y de su contextualización. Su «empoderamiento» respondía a una transformación interna del individuo que se realizaba de forma tridimensional: yo persona, yo en relación con mi entorno, la colectividad [1]. Este desarrollo teórico difiere al resto de interpretaciones en una cuestión primordial: los estándares de referencia. El «empoderamiento» de Rowlands no se da a partir de las bases de poder impuestas por el patriarcado: fuerza, control y binarismo; al contrario, es generado como un cambio integral que nace a partir del reconocimiento propio y de nuestro entorno catalizador.
Robyn sufre una transformación integral que nace de la empatía y no de la aspiración al poder. Su naturaleza cambia a partir del reconocimiento de su origen; ya no es una extranjera, es parte de un territorio que necesita de su ayuda. El reconocimiento de una integración con la naturaleza no sólo es un discurso contrapatriarcal; es también una construcción discursiva que le permite a las mujeres entablar lazos fuertes y políticos en las formas de desarrollarse y reconocerse dentro de su propia cartografía, a partir del respeto, el cuidado y el amor.

La cultura como trinchera; «tienes que hacerte el cuero más fuerte» en Beans (2020)
El verdadero nombre de Beans es Tekahentahkhwa, pero para nosotros resulta muy difícil enunciarlo. Por ello, la pequeña mohawk decide conferirnos una facilidad: adaptar su existencia para no complicar la nuestra, dejar a un lado su nombre y gran parte de su identidad con ello.
Durante la famosa crisis de Oka, los Mohawk protagonizaron un enfrentamiento con las autoridades del condado, al manifestarse por la expansión de un terreno de golf que invadiría su reserva y su cementerio sagrado. Dentro de este conflicto, Beans inicia un proceso de introspección que surgirá a partir del miedo de sentirse insuficiente para proteger su cultura y su tierra.

Si ahondamos un poco más en las teorías desarrolladas en torno al «poder» podremos encontrar la de Paulo Freire como una de las principales. En ella se establece que sólo el acceso al desarrollo de su verdadera identidad podrá terminar con la llamada «cultura del silencio», característica de la marginalidad y la opresión [2]. Beans (Tracey Deer, 2020) parte justo de esta idea; la pequeña Mohawk, que llora en la mesa de su casa por no poder defender con palabras lo que quiere, se adentra en un camino de violencia explícita y abusos, con la falsa presunción de que estos comportamientos la harán más fuerte. Para lograr su objetivo, recurrirá a April, la chica ruda que se legitima a partir del comportamiento aprendido en un ambiente gobernado por los hombres: la importancia de la rudeza, el dolor y la sexualidad como peldaños infranqueables para «endurecer el cuero».
Pese a que la amistad entre mujeres suele representar una variación a las dinámicas de socialización inherentes al patriarcado, es indispensable recordar que éstas no erigen por sí mismas una diferencia radical cuando las bases siguen respondiendo al binarismo patriarcal; la relación que se establece entre Beans y April parte de la dicotomía occidental de dominación/subordinación, donde una se desarrolla completamente a partir de los mandatos de la otra.

«La falsa idealización de una sororidad espontánea, sin rastros de reflexión o crítica entre las mujeres, se cae a pedazos dentro del filme«.
La falsa idealización de una sororidad espontánea, sin rastros de reflexión o crítica entre las mujeres, se cae a pedazos dentro del filme. La amistad de April no rescata a Beans, por el contrario, la expone a una serie de situaciones que ponen en riesgo su vida, sin embargo, a partir de la aceptación propia y de los conflictos en el entorno, April y Beans logran desarrollar una relación ajena a toda jerarquía de poder, para posicionarse dentro de un entorno de cuidados y empatía recíproca.
Al final, la reafirmación individual de la pequeña Mohawk se complementa con la de su comunidad, que hartos de ser desplazados por el gobierno canadiense deciden poner un alto. Esto conlleva un proceso de dignificación y reconocimiento al esfuerzo de las mujeres que a partir de los cuidados y las tradiciones erigen un bloque de resistencia anticolonialista [3]. No hay en el filme un discurso moral sobre el uso de la violencia; sin embargo, sí hay una confrontación con el epítome de ésta que, aunque no intenta legitimarla, sí muestra explícitamente las diferencias estructurales de los roles de poder ejercidos por el estado.
Tekahentakwa Deer, la directora del filme, no sólo retrata los conflictos externos de su pueblo, también logra imprimir en la cinta una reflexión en torno a los miedos y vivencias particulares de las niñas racializadas, las consecuencias identitarias de crecer en la periferia, y los peligros de creer en un falso empoderamiento.
El cuerpo como primer hogar; «puedes irte a casa si quieres» en Never Rarely Sometimes Always (2020)
Es cierto que Autumn no es una niña, que quizá podemos englobar su edad en una etapa adolescente, pero, me he puesto a pensar en mi propia existencia, la forma en la que me sentía a los 17 y todos los miedos que cargaba sobre mi sexualidad y mi entorno. Si a esto le sumamos un embarazo que, muy probablemente, ha sido originado por un acto de abuso, entonces estoy segura de que me sentiría indefensa, vulnerable y pequeña, sin importar mi edad.
Hay algo en Never rarely sometimes always (Eliza Hittman, 2020) que me hace evocar mi propia vida en cada escena, las mujeres, sin importar la edad, experimentamos una familiaridad muy cercana con el acoso y el hostigamiento, cuando menos. Autumn y su prima Skylar entregan las cuentas al finalizar su jornada de trabajo y en cambio reciben una serie de desagradables insinuaciones sexuales por parte del gerente; ellas se miran a los ojos y, sin decir ni una sola palabra al respecto, se acompañan.
Más tarde, tomarán un camión y abandonarán su hogar para iniciar un peligroso viaje físico y mental; la confrontación con un embarazo y la búsqueda de un aborto seguro. Durante todo este trayecto, el ambiente estará gobernado por el silencio de ambas. No hay explicaciones ni preguntas, tampoco hay una necesidad de justificar sus acciones. El único fin de Skylar es el de acompañar y en este, aparentemente, sencillo acto, nos hace partícipes de una mirada significativa de la amistad por sobre toda responsabilidad consanguínea.

Si la industria ha digerido el discurso feminista —con todas las variaciones y diferencias que se albergan en cada una de sus ramas— para construir un gran y homogéneo edificio cimentado en la individualidad, el poder y la socialización sin crítica ni introspección; el cine de Hittman esquiva los reduccionismos acríticos y los confronta a partir de una historia sobre la materialización de las necesidades afectivas y el reconocimiento de nuestro cuerpo.
Las dinámicas de poder desarrolladas dentro de las prospecciones de la industria fílmica reproducen la dicotomía de opresión/sublevación [4], desarrollando una idea errónea sobre las finalidades del movimiento feminista. Estas son peligrosas, no sólo por la serie de contradicciones que representan, sino porque modifican el discurso y lo difunden a grandes escalas. Las mujeres no necesitamos empoderarnos, porque la utilización del poder dentro de este sistema sigue funcionando a partir de la opresión de una de las partes, además, de que su finalidad innata está orientada a suscitar el accionar por parte del estado.
Las mujeres necesitamos aprender a tejer nuevas formas de socializar que no se desarrollen a partir de jerarquías: redes de apoyo que nazcan a partir de la reflexión, la empatía y el acompañamiento. Resulta imprescindible que, dentro de la industria cinematográfica, las niñas sean capaces de acceder a nuevas propuestas y narrativas donde mostrar nuestros sentimientos y verbalizar nuestras necesidades no sea visto como una debilidad.
Necesitamos aprender que es posible correr con lobos; que el desarrollo del mundo no se da a partir de fuerzas opresivas; que nuestra identidad es también nuestra propia trinchdera; y, que el reconocimiento de necesidades primordiales y la defensa de nuestro cuerpo como primer territorio es un derecho por el cual vale la pena arriesgarlo todo.
[1] Rowlands, Jo, 1995. Empowerment examined. Development in practice, Oxfam Publishing. P 86-87.
[2] Freire, Paulo, 1993. Pedagogía de la esperanza: un encuentro con pedagogía del oprimido, México, Siglo XXI. P 58-60.
[3] Hooks, Bell, 1994. Teaching to Transgress. Education and the Practice of Freedom. New York: Routledge. P. 46
[4] León, Magdalena, 1997. Poder y empoderamiento de las mujeres. T/M Editores. P 209.