Por Esperanza del Rosario F. Domínguez
A inicios del 2000 comenzó el fenómeno de la adaptación de un sinfín de sagas literarias juveniles al cine, con casos como el de Harry Potter. Como consecuencia, los productores de cine comenzaron a buscar ejemplares, sobre todo de libros dirigidos a jóvenes, que pudieran traerles ganancias millonarias al ser llevados a la pantalla grande, un hecho que también otorgó movimiento a la literatura. Sin embargo, esta no fue ni la primera ni la última vez en que el séptimo arte se sirvió de la literatura y viceversa. Tanto la literatura como el cine comparten el objetivo de contar historias. Aristóteles ya nos hablaba de la mímesis, la necesidad del ser humano de verse representado en narraciones, las cuales evolucionaron de la tradición oral a la escrita y después a la audiovisual, no sin pasar antes por la gráfica (historietas).
Aunque al principio el cine adaptaba las historias tratando de respetar el contexto y descripciones, apegándose a la narración del autor adaptado, poco a poco fue sirviéndose más de la esencia narrativa que de lo literal y usó sus propios recursos para reformular la trama y manera de contarlo. Para ejemplo, adaptaciones modernas de obras de Shakespeare como Much Ado About Nothing (Joss Whedon, 2012) o Ten Things I Hate About You (Gil Junger, 1999), basadas en Mucho ruido y pocas nuces y La fierecilla domada, respectivamente. De este modo, el cine tomó la esencia de las historias de un autor tan universal y conocedor de la condición humana como William Shakespeare, demostrando la atemporalidad de sus historias y que pueden contarse una y otra vez, siempre en contextos distintos para llegar a públicos diversos a través de los siglos. Stanley Kubrick, por ejemplo, decía que él no buscaba adaptar la historia de un libro, sino que quería hablar sobre un tema y entonces buscaba un libro que hablara sobre ello.

«La prosa y el séptimo arte deben verse como cómplices en el arte de contar historias y dejarnos ver, en nuestra imaginación o una pantalla, un atisbo de nosotros».
Muchas personas, al ver adaptados sus libros favoritos, pueden sentirse decepcionadas porque la reproducción audiovisual no se asemeja a lo que ellas imaginaron, o por no incluir detalles que consideran importantes, pero si se aprende a ver ambas creaciones como productos distintos, con su propio lenguaje, limitaciones y ventajas, una buena historia puede disfrutarse más de una vez.
¿Cuántos libros no han sido reeditados gracias a una buena —incluso a veces mala— adaptación cinematográfica o, en estos tiempos, una serie de Netflix? No pasan ni seis meses, después de que una película o serie tiene éxito, para que los libros sean más fáciles de conseguir. De este modo, el cine resulta un gran promotor cultural, pues acerca historias que quizá de otra manera habrían sido difíciles de conocer o conseguir.
Recuerdo haber descubierto a Kazuo Ishiguro después de ver el avance de Never Let Me Go (Mark Romanek, 2010). Incluso luego de que la película salió en cines, el libro en cuestión me fue un poco difícil de conseguir, pero otros libros suyos se encontraban en la biblioteca de mi universidad y fue así como conocí a uno de mis autores favoritos, su novela Los restos del día también fue llevada exitosamente al cine, protagonizada por Anthony Hopkins, Emma Thompson y Hugh Grant: The Remains of the Day (James Ivory, 19993).
Tanto el cine como la literatura son artes capaces de contar historias más allá del tiempo y el espacio, sirviéndose cada una de herramientas, técnicas y el estilo que cada escritor o director imprime a sus creaciones. Más que como enemigos, la prosa y el séptimo arte deben verse como cómplices en el arte de contar historias y dejarnos ver, en nuestra imaginación o una pantalla, un atisbo de nosotros.
