Crítica

Crítica: Raya y el último dragón de Carlos López Estrada y Don Hall

La magia de la confianza

Por Samuel Lagunas

Cada película de Disney mira hacia atrás y hacia adelante. Hacia atrás, porque todo lanzamiento lleva sobre sus hombros la figura de Walt, su misión, sus valores, su estilo; y hacia adelante, porque representa un nuevo esfuerzo por encantar a las audiencias y así mantener la buena salud del negocio. Es precisamente esa tensión la que acaba por jugar en contra de muchas de sus producciones, como ocurrió con la época más experimental de Disney en la que cintas como Las locuras del emperador (2000), Atlantis (2001), Lilo y Stich (2002) y Tierra de osos (2003)intentaban capturar nuevos públicos, pero acabaron apartándose casi por completo del lenguaje visual y narrativo de sus predecesoras, con lo que naufragaron frente a las películas de otros estudios. Algo similar sucede con las adaptaciones live-action que en su actualización de los clásicos logran recaudar miles de dólares, pero se estancan en el intento de crear una voz propia.

Raya y el último dragón (Raya and the Last Dragon, 2020) no escapa a esa disyuntiva, ni tampoco logra salir airosa de ella. La película se plantea como una historia típica de aventuras: la heroína (Raya) experimenta una pérdida (la de su padre) y con ello recibe el encargo de emprender un viaje para cumplir una misión (restaurar el reino de Kumandra). En el camino conoce algunos personajes que la ayudan a cumplir su objetivo (Tuk Tuk, Sisu, Boun…) y otros que se oponen (Namaari).

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Estrenada de forma limitada en el servicio de streaming de Disney —con un acceso premium innecesariamente caro— y en algunas salas de cine, Raya y el último dragón titubea desde el principio entre ambos lenguajes. Por un lado, importa del formato de las series el frenesí de la acción y el desarrollo por episodios; mientras que, por otro, intenta construir una narrativa mayor que enlace cada fragmento. Pero ni el equipo numeroso de guionistas, ni los cuatro directores y codirectores consigue cumplir ese deseo. En vez de ello, el comienzo de Raya es desastroso. Abundan las peleas, las discusiones y las persecuciones, pero no hay tiempo de conocer a los personajes; el llamado a la aventura de la heroína es tan inmediato que no da lugar a que podamos sentir empatía por ella, ni por su tarea.

Aquí se desvela otro gran problema reciente de Disney quien, en su intento de reivindicar a sus protagonistas femeninas desde La princesa y el sapo (2009), las ha encasillado en una misma encrucijada: cumplir con las expectativas de los demás y convertirse en princesas, o desafiar al estatus quo transformándose en guerreras; no parece haber más opciones, de ahí que la mayoría de las mujeres de Disney en la segunda década del siglo XXI se hayan vuelto bastante comunes y predecibles. Raya, en esta línea de personajes, se debate entre sucumbir a su personalidad feroz y vengativa, o dejarse llevar por la nobleza de su corazón. De hecho, los personajes que la rodean refuerzan esa dualidad; por un lado, está el armadillo gigante Tuk Tuk, monocromático, mudo y con un caparazón duro que le permite rodar a gran velocidad sin lastimarse; y por otro está Sisu, una dragona esponjosa y suave que además puede tomar forma humana.

Hay que admitir que, en el nivel individual y familiar, la historia de Raya y Sisu funciona; poco a poco los personajes se van autodescubriendo, y en ese proceso revelan una moraleja bien intencionada: hay que aprender a confiar en los demás si queremos superar nuestros problemas. El mundo mágico de los dragones existe solo para probar y reforzar esa lección.

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Sin embargo, Disney, a diferencia de Pixar, siempre ha querido que sus películas hablen no solo de historias íntimas y familiares, sino de cómo la dimensión individual repercute, de una manera mágica, en la dimensión social y política. Allí anida un perverso engaño. En Raya y el último dragón la confianza que opera para bien en el nivel de las relaciones de amistad se deforma cuando es traspasada a las relaciones entre pueblos. Aquí el relato mitológico de los dragones adquiere una dimensión colonizadora. La tribu de Corazón, a la que pertenece Raya, es el centro del mundo y desde su comodidad convoca a una unidad incondicional con las demás tribus. El viaje de Raya tiene, en este sentido, una impronta civilizatoria. ¿Qué son personajes como Boun, Tong y la pequeña Noi sino un cúmulo de bárbaros que gracias a la virtud de Raya mejoran en costumbres y en carácter?

«El feliz desenlace de Raya es también el triunfo de la civilización sobre la barbarie, de lo homogéneo sobre la diversidad».

Ese resquicio colonialista se refuerza con la importación de paisajes característicos del sur de Asia, escenarios que interesan más por su exotismo y el virtuosismo técnico que permite su representación, y no por su funcionalidad para la trama. Así, el feliz desenlace de Raya es también el triunfo de la civilización sobre la barbarie, de lo homogéneo sobre la diversidad. La magia de la confianza convierte el deseo en sacrificio en pos de la ilusión de una sociedad idealizada. Este sacrificio «por amor» es uno de los lastres que la animación industrial, desde Disney hasta los estudios Anima —miremos la más reciente El camino de Xico—, carga aún con orgullo y lo utiliza para reforzar una idea de mundo unificado donde todos miran y caminan hacia un mismo lado, ¿no era ese el sueño de los ideólogos norteamericanos como Francis Fukuyama después de la caída del muro de Berlín?, ¿que todo el mundo conocido pusiera su «corazón» en la democracia neoliberal?.

Los hallazgos de Raya y el último dragón —la ausencia de príncipes alrededor de las protagonistas, la falta de un villano todopoderoso, la inclusión de un niño que, en vez de luchar, cocina, o el alto nivel técnico alcanzado en secuencias como la de Sisu escalando el cielo— en ningún modo pueden considerarse actos valientes ya que no implican ningún riesgo para la empresa del ratón, y carecen de fuerza para sorprender porque están sostenidos por una estructura argumental que luce anquilosada y tibia, incluso para el público infantil. La magia de Disney, en otras ocasiones hipnótica y fascinante, en Raya y el último dragón no es más que un emperifollado y redundante truco.

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Raya y el último dragón puede verse en algunas salas de cine del país y en Premier Access en Disney Plus con un costo de 329 pesos.