El duelo y el silencio
Por Pablo Rodrigo Ordoñez Bautista
Diminuto y bajo el cobijo de un cerro jalisciense yace desmayado Martijn (Martijn Kuiper), desmayado por el dolor de una muerte próxima y quizás también por otro dolor, uno de índole íntima que no puede sanar, de pronto comienza a erigirse, lentamente, mientras la mañana se despierta sobre el páramo. Con esta primera imagen comienza Ricochet, ópera prima de Rodrigo Fiallega, en donde ya se intuyen las características principales del relato: postergación y amplitud.
La película narra un día en la existencia de Martijn, un extranjero que halló una buena vida en tierras mexicanas y que luego se perdió en la tristeza después de una tragedia, quien ante la inminente liberación del asesino de su hijo, se sume en un viaje revestido de memoria, melancolía y la vibración de un instinto violento que desea surgir.
La paternidad frustrada, el extravío, la ausencia de Dios, la memoria y el duelo son solo algunos de los temas que toca esta película de textura y articulación rulfiana cuya gran riqueza radica en su pausa y su negativa a proporcionar información concreta; nada se devela por completo, nos enteramos casi sin querer que Martjin está desahuciado, que su esposa y su hija no viven con él y que lo esperan con añoranza, o que en su interior se baten en duelo la redención y la condena. Los temas, pesares y dudas suelen surgir a través de diálogos esquivos y por medio de fábulas que ciertos personajes, además de Martijn, recitan para tratar de entender la extrañeza de los eventos humanos.

La pausa también habita en una propuesta de imagen estática que prepondera espacios gigantescos que empequeñecen al protagonista, a los habitantes del paraje y al pueblo, sin embargo, la pausa y la fijeza también existen en los cuartos, las salas y las cocinas donde acontecen los eventos cotidianos, ejemplo de esto es la parsimonia de Martijn al cocinar un huevo con chorizo al compás de la Obertura de Tanhäuser de Richard Wagner. Pero la inmovilidad no es el único elemento que compone la configuración de los planos, también existe el movimiento, uno pesado y trompicado que surge en las andanzas del protagonista por los senderos terregosos. Este movimiento no solo nos hace dar cuenta de su delicado estado físico, también nos introduce en su precario estado psicológico: agitado y a punto de llegar a un punto sin retorno. Es gracias a este movimiento errático que podemos intuir más sobre el protagonista ya que el personaje que Martijn Kuiper ejerce es estoico, impenetrable; su rostro nunca termina de definirse, es amabilidad y rudeza juntas: su rostro es una cuerda floja que ladea entre la bondad y una violencia inminente.
La película es un testimonio rico en colores y elementos propios de la tierra jalisciense, ornamentada principalmente por su Agave tequilana, gracias al lente de Natalia Cuevas, cuya sensibilidad propicia una cinefotografía clara, simétrica, equilibrada y dilatada. En cuestión sonora hay fidelidad a la realidad, los campos suenan a silencio arbóreo y vacuno, los silencios suenan a lejanía y el pueblo suena a música tradicional, murmullos y los preparativos de una fiesta inminente. En esta tierra sucede Ricochet, una tierra lejana y misteriosa, casi alienada, una utopía agrícola, ranchera y tranquila a punto de atestiguar una debacle.

«La historia fluye orgánicamente a pesar de la dosificación de la información; imagen y sonido se amalgaman para sumergirnos en la textura del polvo y la sonoridad de las hojas semiáridas».
Si algo puede recriminársele a la película es su constante coqueteo con la idealización. Aunque en la convivencia humana suele ponderase la amabilidad, también existe su opuesto: la desconfianza y la agresión; sobre todo la de una sociedad tan compleja como la nuestra que adolece de violencia pero que también transpira cortesía. Esta contrariedad natural no existe en el filme, todo mundo —en especial los personajes secundarios— son muy buenos y prístinos, sus vidas son regidas por la virtud, el pueblo atemporal es siempre bello, siempre tranquilo, siempre ideal y esta dinámica revela cierto desconocimiento propio de quién se enamora de la apariencia inmediata de lo foráneo. No obstante, Rodrigo Fiallega y su equipo creativo logran evadir definitivamente esta trampa al contraponer la romantización del pueblo y sus habitantes con un clímax violento, contundente y devastador.
La historia fluye orgánicamente a pesar de la dosificación de la información; imagen y sonido se amalgaman para sumergirnos en la textura del polvo y la sonoridad de las hojas semiáridas. A pesar de la idealización, los personajes logran percibirse humanos, cálidos y amplios. Martijn es un gran representante de la humanidad, un ser que superado por el dolor comete una atrocidad espontánea pero predecible que trunca su redención, por eso la película se titula Ricochet, concepto cuyo significado radica en el choque de un objeto contra otro o varios y cuya colisión propicia otro movimiento, uno errático y por qué no: definitivo.