Una paciente observación del comportamiento humano
Por Axl Flores
Entre las múltiples imágenes representativas del cine de Tsai Ming-liang hay una que tal vez pudiera describirlo en gran medida, es en el cortometraje Walker (2012), en el que un monje camina lentamente por las calles de Hong-Kong. En un cruce de avenidas, este monje interpretado por Lee Kang Sheng —actor predilecto e indisociable de las películas de Ming-liang— frena totalmente su paso, los individuos a su alrededor continúan con sus actividades cotidianas, algunos lo miran y otros incluso le toman fotos, si bien es cierto que la premisa de la serie de cortometrajes a la que pertenece Walker se resume en ese tipo de hechos, ese momento parece sugerir al monje como si fuera la encarnación propia de la propuesta estética de Tsai, pues ante todo el ajetreo y la inmediatez de la urbe se responde con la pausa y la simple observación de los cuerpos y su transitar, algo muy claro desde su primer largometraje Rebeldes del dios neón (Qing shao nian nuo zha, 1992) hasta su último a la fecha titulado Días (Rizi, 2020).
En su conjunto, la obra de este cineasta malayo-taiwanés se unifica hasta parecer que siempre se ve una misma película, con los mismos personajes —tal vez un poco más diezmados por el tiempo o con algunos nuevos dolores o preocupaciones— y actores, sin embargo, la repetición en el cine de Tsai Ming-liang no solo se reduce a la constante presencia de Lee Kang Sheng o de Lu Yi-Ching, Miao Tian, Yang Kuei-Mie y en su última etapa la de Chen Shiang-chyi e incluso a la misma casa en la que viven sus personajes; sino a la evolución de un discurso que va tomando mayor profundidad a la vez que perfeccionando sus procesos estéticos. El último plano de una película inicial como Viva el amor, en el que una mujer (Yang Kuei-Mie) llora desconsoladamente en un parque sin algún motivo inmediato, tiene mucho que ver con el primero que se observa en Días, en el que un hombre (Lee Kang Sheng) observa tranquilamente hacia el horizonte, pero aún así hay un mundo de distancia entre ellos, porque en sus filmes, Tsai parece eludir, cada vez más, esas lecturas simbólicas que se le asociaban en un principio a su parsimonioso y característico estilo.
El vínculo de sus primeros trabajos con la llamada segunda ola del cine taiwanés y el álgido momento político de la isla, le da tempranamente a su filmografía una noción de la urbanidad y de las consecuencias del consumo capitalista en la psique de los individuos, en Rebeldes del dios neón se sigue a un grupo de jóvenes alienados por las calles de Taipéi, el tránsito por las repletas calles de la ciudad propicia encuentros para estos seres que apenas sobreviven en viviendas precarias que se pueden inundar fácilmente.
En la lejanía y ya con plena consciencia de lo que su cine se convertiría después se puede hablar de Rebeldes del dios neón como una película de apertura en la que la imagen de Taipéi con sus abigarrados colores neón apegados a una especie de estética cyberpunk aún continúa dominando sobre lo demás, sin embargo, ese filme es también el inicio de varios de los conflictos que se irán presentando posteriormente, como el enfrentamiento con los padres, el erotismo, el deseo sexual y la relación entre el malestar físico y el espiritual —que en una trilogía imaginaria llegan a su más trágico desenlace en El río—, en una escena, el personaje de Hsiao-Kang (Lee Kang Sheng) provoca a sus dos padres fingiendo demencia y bailando como si fuera un poseído, estos solo rezan para que los demonios abandonen su cuerpo y le arrojan varios objetos desde la lejanía.
El tránsito es también uno de los principales rasgos de acción de Viva el amor (Ai qing wan sui, 1994), pero ya no tanto como un momento de encuentro, sino más de desencuentro de los propios dolores y tristezas con un similar, si en Rebeldes del dios neón aún se respiraba un cierto optimismo en el romance que tiene Ah Kuei —una joven que trabaja en una pista de patinaje— con el vándalo principiante Ah Tze o un poco de tensión en las venganzas de Hsiao-Kang contra Ah Tze, en la segunda película de Ming-liang sus protagonistas solo pueden encontrar más soledad. En un lujoso apartamento de Taipéi confluyen las vidas de May Lin, una agente de bienes raíces que busca vender el lugar; Hsiao-Kang, un repartidor que a falta de un hogar vive a escondidas en el apartamento y Ah-jung, un vendedor ambulante que después de un encuentro sexual con May Lin comienza a entrar a escondidas en el apartamento.

Viva el amor es la muestra primigenia de las constantes que dominarán la estética de Tsai, los planos de larga duración y los escasos diálogos de los personajes parecen construir una cierta universalidad basada en la observación de los cuerpos, a veces deseantes de contacto en otros casos abstraídos completamente, en la que, incluso —en una teoría personal—, se puede prescindir de los subtítulos. Con apenas dos horas de duración, la película dice más sobre la soledad que varios tratados respecto al tema, principalmente porque Ming-liang rehúye a realizar un juicio de la situación de sus personajes, en lugar de explicar a la soledad —sus razones, sus consecuencias— decide mostrarla. Puede sonar a un reduccionismo, pero no lo es, porque solo una observación producto de una paciente observación de un estado emocional puede resultar tan natural.
También en Viva el amor reluce un cambio en la unión de los individuos con la ciudad respecto a Rebeldes del dios neón, porque si en esta última las calles aún lucían como algo a conquistar o sobrevivir, en Viva el amor sus personajes parecen demasiado afines a ellas, la misma idea de la intrusión al departamento es como si los espacios supuestamente íntimos les fueran totalmente ajenos y los públicos se volvieran una parte de ellos. A propósito, es de gran importancia lo que escribe Kent Jones en su ensayo Occidente y oriente… aquí y allá en el libro Mutaciones del cine contemporáneo sobre la anteriormente descrita escena final de Viva el amor: «esa tristeza no tiene nada que ver con el hecho de sentirse perdido o fuera de lugar en la sociedad moderna, sino más bien con el de sentirse demasiado parte de ella».

Aunque ya se ha comentado que en la filmografía de Tsai Ming-liang casi toda película es la continuación de alguna otra, El río (He liu, 1997) es la que cierra en una primera etapa todo lo postulado en Rebeldes del dios neón y Viva el amor. En esta ocasión, después de que en el rodaje de una película Hsiao Kang acepta sumergirse en una laguna con agua infectada, un dolor de cuello comienza a atormentarlo hasta casi imposibilitar sus movimientos, o al menos esa es la explicación más lógica, porque el cine de Tsai parece borrar la existencia de una causa única del dolor, para en su lugar y en una lógica casi budista, emparentarlo con el deseo.
Es ese dolor en el cuello el que lleva a Hsiao Kang a intentar curaciones espirituales que solo resultan en un consejo de acudir al médico e ir a una sauna gay en búsqueda de un paliativo que calme su malestar; en ambos casos sin resultado alguno. Tsai, de alguna forma, equilibra la destrucción presente en el Hsiao Kang que rompe motocicletas en Rebeldes del dios neón con el erotismo del que juega con una sandía en Viva el amor, pero la principal diferencia de El río sobre los dos primeros largometrajes de su obra es que sí resuelve algo que parecía olvidado en el final de las anteriores: el conflicto con los padres. Y lo hace de la manera más trágica y polémica posible.
En uno de los giros de tuerca más dramáticos de toda su filmografía, Tsai se las arregla para que en esa sauna llena de decenas de hombres, padre e hijo terminen en un cuarto. El resultado es polémico, pero sobre todo algo risible, cómo aquellos dos hombres que se la han pasado evitándose y que pocas veces se dirigen una palabra o una mirada, terminan en un mismo cuarto. Conociendo algunas de las facetas cómico-trágicas —ya el mismo incidente del dolor de cuello por la entrada al río es en sí «cómico»— que se han presentado en sus películas a lo largo de los años, más que a una provocación antisistema, aquel hecho parece responder a una de las tantas errancias a las que Hsiao Kang ha sobrevivido en su camino entre el dolor y el deseo.

La apertura a una nueva época
«Estamos por llegar al año 2000, aún estamos agradecidos por tener las canciones de Grace Chang», con esa aseveración culmina El hoyo (Dong, 1998), cuarto largometraje de Tsai Ming-liang que forma parte del proyecto El 2000 visto por en el que varios cineastas ofrecieron su punto de vista sobre lo que vendría en el nuevo milenio. Tal frase toma mucha más relevancia después de que en la película sean las canciones de Chang, acompañadas de estrafalarios números musicales, las que abran un «mundo» fantasioso a los personajes azotados por la existencia de un virus que convierte a los seres humanos en casi cucarachas y los mantiene en un aislamiento al interior de sus departamentos.
El parecido a lo vivido en los últimos meses durante la pandemia de covid19 es enorme, pero en El Hoyo hay mucho más que la coincidencia de ser una película pandémica, porque ante la desesperada narración del fin que tanto ha cultivado la narrativa del cine industrial, la película responde con una pasividad que sabe a premonición. Los personajes de The Hole no sufren tanto por la existencia del virus, es más, este solo pasa al fuera de campo, a lo que se oye en televisión, a las desinfecciones de los lugares o a los enfermos que se esconden en las grietas entre las construcciones; sino que el agobio es por sus problemas internos y por la soledad ahora inherente a su sobrevivencia.
Cada película de Tsai Ming-liang refleja una sabiduría sobre el comportamiento humano, pero The Hole parece a otro nivel, ¿qué es lo que hace una persona cuando en la televisión le dicen que probablemente un virus acabe con la vida como la conocía? Tal vez asustarse, pero también untarse una vez más su crema embellecedora, o pelearse con el vecino de arriba, alimentar un gato o salir a dar un paseo en bicicleta e inventarse un mundo en el que las canciones de su estrella pop preferida le den una nueva oportunidad para amar y encontrarse con otros.

Pero si se habla de películas de apertura a una nueva época, está el caso de ¿Qué hora es allá? (Ni na bian ji dian, 2001), en dos líneas temporales se presenta la vida de un vendedor ambulante de relojes y la de una chica que está próxima a realizar un viaje a París. La unión entre ambos personajes se da en un encuentro casual en el que la mujer le pide al vendedor, de nombre Lee, un reloj que pueda acoplarse al horario de París y mantener el de Taiwán, ante la falta de uno y después de horas de convencimiento decide venderle el propio, con la advertencia de que puede traerle mala suerte porque recientemente él ha perdido un familiar y se encuentra de luto, la mujer responde «juro que no me importa, soy católica».
A partir de ese momento, en casi una continuación de lo postulado en Viva el amor, se muestra el andar de estos dos solitarios personajes, Lee, imaginando París —a través de películas como Los 400 golpes— y acoplando relojes al horario europeo; la mujer, visitando lugares sin poder comunicarse con absolutamente nadie, incluido Jean Pierre Léaud, hasta que encuentra a una joven taiwanesa. Si ya desde el mismo título de la película se hace una pregunta por el tiempo, Ming-liang parece unirle varias confrontaciones y preguntas sobre lo global —de alguna forma aquella diferenciación de religiones responde un poco a eso—, los visionados de cine y principalmente por lo digital y lo análogo.
Es interesante que, precisamente, esa pregunta del título pueda ser contestada actualmente en cuestión de segundos con la ayuda de un buscador, como si aquella cualidad local del tiempo se hubiera borrado en pos de un tiempo sincronizado y resguardado en lo digital, tal vez esa imagen de un icono de la cultura análoga como Léaud olvidado en un cementerio de Francia sea consecuencia del final de una época y la apertura a lo global, asimismo el anuncio del fin del cine mismo, pero eso se aclarará en su siguiente película.

El cine y la vida
En Goodbye, Dragon Inn (Bu san, 2003) se asiste a la última función de un cine, precisamente con la película del género «wuxia» Dragon Inn. Las primeras escenas de la película son todo lo que se puede exaltar de un complejo cinematográfico, funciones repletas y las pantallas llenas de «magia», desde la cortina trasera se observa tal magnanimidad, pero de eso ahora solo queda el recuerdo pues ahora se muestran salas casi vacías y el anuncio de un cierre momentáneo, que como bien ha remarcado Tsai casi siempre es un adiós.
A lo largo de la película la importancia de aquel clásico del que lleva el nombre Goodbye, Dragon Inn es prácticamente nula, Tsai se interesa más por el acto de estar en un cine que en el cine mismo. Así, la película es casi un mapa de los personajes que se pueden encontrar en un complejo, personajes molestos como aquellos que comen en la función o se levantan de sus asientos constantemente y hasta la añoranza de un Miao Tian (aquí como él mismo, pero colaborador habitual de Tsai como el padre de Hsiao Kang) quien acude con su nieto a ver su propia participación en aquella película y al final se encuentra con su compañero Shi Juan y solo pueden lamentarse porque la gente los ha olvidado.
Si en ¿Qué hora es allá? la figura de Léaud transmitía un cierto pesimismo para el futuro de la cultura cinematográfica, en Goodbye, Dragon Inn, Tsai se despide completamente del visionado en cine, pero a la vez encuentra algo mucho más valioso y es trasladar la importancia de la pantalla a la vida, en interesarse por lo que le sucede a la Taquillera y al Proyeccionista que, pese a los años de trabajo nunca han podido verse. En El Hoyo los segmentos musicales estaban separados por números muy marcados y coreografías estilizadas, en esta, su sexta película, parece encontrarlos en los sonidos que hace la Taquillera (quien por un problema en la pierna camina con dificultad) mientras limpia la sala de cine. El logro es mayor, porque no muchos, ante la posibilidad de filmar una película sobre el cine, logran salir de la pantalla y mirar a lo que les rodea, Tsai lo hace y con gran simplicidad. El cine podrá terminar, pero la vida no y es por eso que el cine continúa existiendo.

Después de Goodbye, Dragon Inn, Ming-liang todavía realizará La nube errante y Rostro, películas en las que el musical todavía es estrafalario y en las que el cine tiene una gran importancia, pero podría decirse que desde ese momento sus películas no volvieron a ser las mismas.
Lo camp, lo musical, lo erótico y lo sexual
En El puente se ha ido (Tian qiao bu jian le, 2002), un cortometraje que hila ¿Qué hora es allá? con La nube errante (Tian bian yi duo yun, 2005), el agua escasea en Taipéi, en los restaurantes no se venden cafés ni tampoco se ofrece nada que proceda de algún líquido. La chica que viajó a París ahora busca por las calles a Hsiao Kang, la ciudad parece comérsela, todo fluye a un ritmo vertiginoso (cuesta creer que son las mismas calles de su primera trilogía, algo ha cambiado), entre la multitud lo encuentra, pero ambos siguen su camino como si fueran extraños. Rumbo al final del cortometraje se observa a Hsiao Kang acudir al casting de una película porno y de ahí nace la película más camp y cómica de toda la filmografía de Tsai: La nube errante.
En ella, se vuelve a uno de los símbolos más representativos de toda la filmografía del taiwanés: la sandía y como es costumbre, completamente ligada al ámbito sexual. En la primera escena de la película Hsiao Kang filma una excesiva escena sexual destruyendo una sandía junto a una actriz japonesa, pero en lugar de reivindicar la narrativa de aquel cine, Tsai lo ridiculiza y critica en todas sus formas. La nube errante muestra cómo los hombres detrás de las cámaras usan botellas para simular el sudor, o cómo la actriz es obligada a trabajar pese a que esté inconsciente; sin embargo, la ridiculización más clara es a través del musical, en uno de los números más brillantes por su simbolismo y estilo desenfadado, Hsiao Kang viste como un pene mientras lo rodean decenas de bailarinas que le llaman a levantarse.

«Pese a su maestría y plena consciencia estilística, ese instante en el que dos individuos se aman aún continúa teniendo algo de azaroso, nada de un maniatado dinamismo sexual».
Y es que uno de los aspectos fundamentales del cine de Tsai Ming-liang es el erotismo y este no puede ser convertido en un valor mercantil como aquel cine procura, tal es la importancia de lo erótico, que para desarrollarlo a veces necesita dos películas o un simple encuentro, pese a su maestría y plena consciencia estilística, ese instante en el que dos individuos se aman aún continúa teniendo algo de azaroso, nada de un maniatado dinamismo sexual. En La nube errante un encuentro en los recovecos de un videoclub basta para que surja una de las escenas eróticas que más ha dejado en claro lo que es el deseo en el cine contemporáneo —quizás solo después de una de Días—.
Eso mismo sucede en No quiero dormir solo (Hei yan quan, 2006), película que al igual que Perros perdidos y Días representa una refinación formal de varias de las temáticas del cine de Ming-liang, principalmente la apropiación de los espacios públicos como íntimos, cuando Rawang encuentra en las calles de Kuala Lumpur a un golpeado Hsiao Kang y decide llevarlo a su hogar en una construcción abandonada. Una pregunta surge en medio de la película ¿cómo en un lugar tan poco apto para la vida pueden surgir gestos de amor y de cuidado? El cine de Tsai pese a retratar la soledad y la alienación también está empecinado en la creencia de que aún en los espacios más desoladores se puede encontrar un atisbo de belleza, ya sea el de una mariposa o el de unos besos frenados por el humo que produce un lejano megaincendio.
La sensación de un final
Hay algo que ha caracterizado a los últimos tres largometrajes de Tsai Ming-liang y es que son mucho más introspectivos que los demás, también en que tienen muchas más reflexiones sobre su trabajo a lo largo de los años, no es que se necesite ver todas sus películas para descifrar sus postulados, pero el desconocimiento de su anterior filmografía puede ocultar algunas cuestiones que tienen tintes de despedida. Rostro, único largometraje que Tsai dirigió en el extranjero, comienza con Kang despidiéndose de su madre antes de ir a Francia a dirigir una película (justo como el mismo Tsai), después no podrá volver a verla de nuevo y solo acudirá a su funeral.
Rostro (Visage, 2009) sigue de alguna forma a La nube errante en lo camp y en los números musicales llenos de erotismo, en los que la sensualidad recae completamente en la actriz Laetitia Casta (papel que en un principio fue pensado para la actriz Maggie Cheung) quien interpreta las coreografías para la película que Hsiao Kang dirige. Aunque Rostro se inspira en la historia de Salomé, es en realidad una apropiación de Tsai de ciertas figuras del cine francés y principalmente del cine de Truffaut, como Antoine Doinel (Jean Piere Léaud) y actrices como Jeanne Moreau y Fanny Ardant. En una escena, Doinel y Hsiao Kang, aún con la barrera del lenguaje, comentan la falta de cineastas como Dreyer o Antonioni y mencionan que hace falta ver más a la naturaleza en el cine. Esa escena que puede sentirse un poco forzada es en realidad un gesto cinéfilo enorme, Hsiao Kang el equivalente al Antoine Doinel de Ming-liang conoce a quien inspiró su existencia.
Pero lo crepuscular llega a su máxime en sus dos últimos largometrajes, Perros perdidos (Jiao you, 2013) y Días. El inicio de Perros perdidos es casi producto de una ensoñación, una mujer se cepilla el cabello mientras dos niños duermen tranquilamente, de ella no se sabrá absolutamente nada posteriormente, es casi una de esas presencias fantasmales como el padre en ¿Qué hora es allá? o la madre en Rostro; después se sabrá que a causa de un desastre natural, aquellos niños junto a su padre (Lee Kang Sheng) se han quedado sin hogar y vagan por las calles de la ciudad entre refugios improvisados.

Las consecuencias del capitalismo y la forma en la que borra a los desfavorecidos aparecen en primer plano en Perros perdidos, el personaje de Lee Kang Sheng carga un anuncio en una esquina mientras sus hijos hambrientos comen las muestras gratuitas de un centro comercial, la única persona que parece notarlo es una trabajadora del lugar que en algún momento ante el mal olor ayuda a la niña a lavarse el cabello un baño público, un acto de bondad aún en la realidad más trágica. Los personajes del cine de Tsai Ming-liang siempre han tenido algo de invisibles para los ritmos de producción, casi nunca trabajan y cuando lo hacen sus labores están lejos del éxito capitalista, pero los de Perros perdidos se encuentran en un olvido más profundo, la sobrevivencia aquí no tiene ningún tinte de esperanza, pero Tsai la encuentra, en una tormenta, la vendedora del centro comercial logra rescatar a los niños de lo que era un viaje seguro a la muerte.
Uno de los aspectos que más resalta de Perros perdidos es la aparición de las tres actrices del cine de Tsai Ming-liang y en el tercer segmento, que es casi como la materialización de un sueño por el rompimiento con la linealidad del relato de la película, se parece dar un final a aquel romance que comenzó con la compra del reloj en ¿Qué hora es allá? Ahí, Tsai ya no parece dispuesto a dar explicaciones, sino a pedir al espectador que contemple a la realidad de la película, así como sus personajes pueden mirar largamente al mural que tienen frente a ellos. Después de ver Perros perdidos se podría pensar que es el «testamento» de Tsai, pero por suerte llegó Días. Ahora que Días, con su parsimoniosa observación del tránsito entre el dolor y el deseo, parece cerrar con todas las problemáticas y preocupaciones de su cine, solo queda esperar otra sorpresa de este grande.

Todas las películas mencionadas en el texto se exhiben en la plataforma Mubi, como parte de la retrospectiva a Tsai Ming-liang en el FICUNAM 11.