Crítica

Crítica: Panquiaco de Ana Tejera

Crítica de la película «Panquiaco» de Ana Tejera.

La soledad que habita el mar

Por Bianca Ashanti

Me gusta pensar que la relación entre el cine y la memoria está configurada a partir de un mar de imágenes que vienen y van, a veces más reales, a veces más oníricas. Pier Paolo Pasolini escribió en Cartas Luteranas que en la vida el recuerdo era un filme mudo; creo que, al remarcar esta particularidad en torno al sonido, también se alude a la organización consecutiva de imágenes a partir de la ausencia. A partir del olvido.

Para configurar la memoria nos vemos obligados a priorizar algunas historias por sobre otras; recordar es elegir. Y estas elecciones, no siempre conscientes, articulan nuestra identidad como individuos y como comunidad. Panquiaco (2020), primer largometraje de la cineasta panameña Ana Tejera, se constituye como un estudio sobre estas memorias, una red de historias confeccionada a partir de la selección de relatos particulares que alumbran, en diferentes niveles de análisis, el colonialismo de los pueblos latinoamericanos.

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En una isla hay un náufrago. Este, al darse cuenta de que jamás podrá regresar a su tierra, intenta recrearla a partir de los recuerdos que tiene de ella. Poco a poco le va dando forma a las calles de su infancia y a las personas con quienes creció, pero la memoria es un dispositivo fugaz y con el paso del tiempo todo lo que se ha construido comienza a desvanecerse. Los miedos de este náufrago son compartidos por Cebaldo que noche tras noche se sienta sobre su cama y reproduce un viejo mensaje de contestadora, desde donde surgen las voces de una comunidad que lo extraña.

«Te pienso, Cebaldo».

Si habláramos de la memoria como una construcción permanente, configurada a partir de relatos propios y ajenos, de imágenes compartidas y verdades autorizadas, tendríamos que hablar de occidente, el creador de la historia universal que envuelve, de forma inexorable, los mecanismos de socialización del ser humano y margina los relatos y las tradiciones orales que conectan a los pueblos originarios dentro de toda su multiculturalidad. Tejera, quizá para evitar una visión occidentalizada, decide introducirnos al filme con una de las tantas leyendas de la comarca de Guna: la historia de Panquiaco, el hijo de Comagre que, sin saberlo, le abrió las puertas de su tierra a la avaricia y la enfermedad de los hombres blancos.

Concebidas materialmente fuera de los procesos colonizadores, las imágenes de Panquiaco se desprenden del relato para convertirse en el punto base de análisis del entronque entre el colonialismo y la resistencia comunal en los lugares de la memoria: espacios físicos y emocionales configurados a partir de la repetición de una historia compartida. Un grupo de niños armados con rifles de juguete inundan la pantalla recreando la revolución de sus ancestros. La colectividad se hace presente cuando hay una consciencia del pasado que los une. Los ritos, las canciones y las mujeres que le lloran a sus muertos contrastan constantemente con la inmutabilidad en el rostro de Cebaldo, que se posiciona en escena como una extensión de la cámara, un agente externo que registra con asombro lo que antes significaba para él su conexión con la tierra.

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Esta conexión se ha perdido con los años que lo han acostumbrado a caminar sobre el mar, sobre el oleaje incesante e inestable de un mar que no es agua y que no es cosa. Un mar que, dentro del filme, representa la culpa de Panquiaco, la soledad del náufrago y, al mismo tiempo, la libertad de una comarca que se ha escondido del progreso a través de la oscuridad espiritual que los acoge dentro de la selva.

La realizadora se apropia de las dicotomías occidentales y de representación de la otredad para crear una estética del misticismo, ya utilizada anteriormente por cineastas como Pedro Costa; donde los contrastes generados a través de la luz nos sirven como indicativo de una convivencia espiritual que se extiende hacia el espectador. Una introspección de los personajes que se desborda cuando nos encontramos reflejados a través de la pantalla.

«La cura que el protagonista encuentra en su comunidad no se desprende de la ritualidad, sino del perdón y el acompañamiento. La materialidad de su memoria recae en el habitar de la tierra que lo acepta sin culpa».

Si bien, el análisis hasta ahora se enfocaba en la memoria precolonizada como relato y en la colectivización de esta como herramienta para la creación de una identidad. El siguiente nivel ahonda en la materialidad de estos relatos como elemento unificador para resistir a la incesante intención de occidente de borrar otras realidades. Paradójicamente, este ejercicio de resistencia se construye con las herramientas del opresor. No en un afán de desarticular, pero sí con una clara intención de alumbrar el resto de las experiencias que se entretejen como una contrahistoria.

«Los espíritus viven en la oscuridad» enuncia un hombre, mientras explica su existencia oscilante con palabras que se han convertido en la base de una profunda comunión con su entorno, un reconocimiento de la naturaleza y una conciliación con la muerte. A partir de aquí las transiciones son emocionales, van y vienen con el flujo del agua, se acompañan de las sabias palabras de los gunas que intentan abrazar la culpa que Cebaldo ha ido cargando por abandonar su tierra hace ya tantos años. Una culpa heredada de Panquiaco, que lo ata al mar y no le permite abrazar la estabilidad de sus raíces. «Si te quedas aquí, quizá encuentres lo que has perdido […] pero esas memorias que buscas ya no están más».

Al final, la cura que el protagonista encuentra en su comunidad no se desprende de la ritualidad, sino del perdón y el acompañamiento. La materialidad de su memoria recae en el habitar de la tierra que lo acepta sin culpa. En la redención de Cebaldo está, también, la redención de Panquiaco y el posicionamiento explícito de una directora que se apropia de los conocimientos occidentales para alumbrar la resistencia cultural de un pueblo que sobrevive en soledad. 

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