El mito trascendido
Por César Mariano
«Pertenecían a otro tiempo,
un tiempo silencioso y sin embargo inmóvil,
[…] Un tiempo atroz que pervivía sin ninguna razón,
solo por inercia».
̶ Encuentro con Enrique Lihn, ROBERTO BOLAÑO
Solemos imaginarnos los mitos desde una elocuencia trágica y desbordada. Con sus héroes impertérritos que, la más de las veces, están por encima de la cotidianidad humana. Y es que, de alguna forma, estas fábulas nos han servido para explicar aquello que rebasa nuestro entendimiento. Sucesos, ambientes, criaturas que descubrimos primordialmente con temor, pero al mismo tiempo, con una expresión fascinada. Por ello no es de extrañar que todas estas historias hayan sido de gran interés para el cine. Desde aquellas primeras invenciones de Méliès (e incluso antes), magia y fantasía se encontraban con un nuevo terreno donde desbordar sus misterios, aunque, con el paso del tiempo, estas posibilidades se vieron cada día más truncadas con el aumento —sobre todo en el cine masivo y comercial— de narrativas repetitivas y paralizantes —para ellas mismas y para los espectadores—. Pero siempre hay otro lugar al que mirar.
En los últimos años, los cineastas iberoamericanos han propuesto nuevas formas de ficcionalizar fantasía y mito. Sus recursos han sido, por supuesto, menores a los de los grandes estudios, pero ello solo agrega un mayor valor a los relatos que nos dejan. Desprovistos de toda parafernalia, sus intenciones van más allá de la emoción rápida y simple. Reflexionan, contemplan, circunscriben tiempos ya casi olvidados en la vorágine del mundo actual. Ejemplos recientes de esto los podemos ver en Ayer maravilla fui (Gabriel Mariño, 2017), donde identidad y soledad son expuestas en una Ciudad de México desencantada; en Chico ventana también quisiera tener un submarino (Alex Piperno, 2020), en la que espacio y tiempo acortan distancias, acaso solo para revelar su fragilidad; o en Destello bravío (Ainhoa Rodríguez, 2021), que descubre la abulia de un grupo de mujeres en una tierra de la cual ellas son, quizá, las últimas testigos; y, finalmente, en Luna Roja (Lúa Vermella, Louis Patiño, 2020), que explora un paisaje desmedido y agobiante donde solo la muerte parece esperar.

En la película de Patiño, mujeres y hombres habitan una Galicia atemporal como espectros paralizados y sin palabra: condenados. La cámara los encuadra, los oímos hablar, pero sus labios no se mueven, nos encontramos, entonces, frente a voces e historias que requieren algo más que nuestra pasividad. Mientras que otras representaciones buscan hacer del misterio algo provocativo y emocionante, aquí Patiño nos lleva a descubrir —o quizá redescubrir sea la palabra adecuada— otras formas de mirar lo mítico. Ahí es donde la naturaleza se erige como personaje, quizá el más intrigante, porque su lenguaje supera todas nuestras interpretaciones. Así conocemos al Rubio (un buzo de aquellas latitudes que en la vida real rescató más de cuatro decenas de cuerpos perdidos en altamar), a quien, como personaje, podemos considerar el «héroe» de nuestra historia, pero es un héroe desaparecido, que ha dejado en el alma de la población una sensación de caos y desasosiego, pues todos temen a la bestia que se esconde en el fondo del mar y a la que, acaso solo él puede vencer.
Lo que hace inusual a Lúa Vermella es ese ánimo provocativo de vulnerar la ficción, de hacerla entrar en la atmósfera de lo real por medio de sus planos distendidos, su juego narrativo y sus silencios. El Rubio se vuelve el principal motivo de nuestra exploración en estos parajes —cosa que lleva también a tres brujas, llegadas desde quién sabe dónde, a buscar su paradero en medio de esa región desolada—, pero su presencia es invisible y, para evocarlo, el artificio se hace evidente. Escuchamos sus pasos y su voz, por un momento incluso vemos su sombra, pero él no está ahí. Así como todos aquellos que se perdieron en los naufragios, nos toca imaginarlo, darle cuerpo en la ausencia. Parece entonces que todo ese escenario fantástico que contemplamos es solo un pretexto para recordarlos, para traerlos, una vez más, a la memoria y con ello confrontar la incertidumbre en la que la muerte y sus vestigios nos dejan varados.

«Lo mítico se vuelve símbolo de lo impotente y entonces nos queda la impresión de que la película es solo el subterfugio para una exploración más grande, más allá de las pantallas, del lienzo en blanco y la luz proyectada sobre él, un recorrido que, como el de los fantasmas, debemos hacer solos y a nuestro ritmo».
Finalmente, Luna Roja busca trascender el mito, evocar, por medio de la leyenda, aquello que ya no puede permanecer en este plano material. Por momentos puede parecer artificiosa o con despropósito, pero esto es solo porque su mundo es uno que a veces no comprendemos, o no nos permitimos hacerlo. «Somos el sueño de alguien, de un mar dormido», declara en algún momento uno de los personajes que aparecen a lo largo del filme. Un sueño que, para ellos, es más como una pesadilla, pero, ¿quién puede librarlos de ella? ¿Quién podría librarnos a nosotros?, podemos también preguntar en silencio. Lo mítico se vuelve símbolo de lo impotente y entonces nos queda la impresión de que la película es solo el subterfugio para una exploración más grande, más allá de las pantallas, del lienzo en blanco y la luz proyectada sobre él, un recorrido que, como el de los fantasmas, debemos hacer solos y a nuestro ritmo, en el destierro quizá y en la gran incertidumbre de aquello que se pierde, que no regresa pero que, finalmente, es la vida misma.
Luna roja puede verse en cines selectos de México desde el 20 de agosto de 2021 gracias a la distribución de Salón de Belleza.