Y el mundo marcha
Por Karina Solórzano
Me parece que en los últimos años no son muy comunes las películas sobre las clases trabajadoras y las existentes habría que pensarlas considerando cómo la pandemia ha modificado las condiciones laborales. El perro que no calla (2021) de Ana Katz parece estar pensando el trabajo desde el presente, mientras lanza algunas ideas a propósito de otro tipo de relaciones laborales que también se experimentaron durante la pandemia como una promesa futura: las cooperativas. Recuerdo una conferencia virtual de Rita Segato dictada durante el confinamiento, Segato hablaba sobre su encierro total, las redes de apoyo vecinales y los «procesos» en oposición al «producto». La película de Katz es sobre las condiciones laborales precarias, pero también sobre procesos vitales, y es que el trabajo es indisociable de nuestra relación con los otros, de nuestra corporalidad y de la vida.

Sebastián, el protagonista de El perro que no calla, trabaja como diseñador gráfico al inicio de la película, tras un incidente con sus vecinos a propósito del llanto nocturno de su perrita —hecho que da título a la película— pasará por diferentes trabajos: en el campo, como cuidador y después en una cooperativa que lo llevará a preguntarse en un programa de radio ¿a qué se le llama trabajo? En la misma película tal vez hay respuestas, puede existir un trabajo alejado del modelo salarial del capitalismo o basados en el apoyo mutuo, como al que se refería Segato con sus vecinos. En una escena, Sebastián y sus compañeros están recolectando verduras y de repente algo sucede, algo extraterrestre impacta en el campo obligándolos a respirar de otra forma, agachados y después con unos cascos especiales.
Pese a la irrupción de algo del orden de lo fantástico, la película no se enfoca en este extrañamiento; al contrario, se arraiga en lo cotidiano. Sebastián cambia de trabajo después del accidente, regresa a las oficinas con la dificultad para comunicarse con los demás a través del casco y después conoce a una mujer en una fiesta, tienen un hijo, la vida avanza. Los procesos vitales siguen, la vida continúa. Es en ese rarísimo reconocimiento de cómo el trabajo guía el flujo de lo vital que la película, en el contexto de la pandemia, parece increíblemente ordinaria; parece apelar a ese fin del mundo en una cotidianidad en la que una de las mayores catástrofes fue la alteración de esa misma cotidianidad.

«La película de Katz comparte con el cine de Vidor la narración de la vida de los hombres comunes, pero también la relación física que se manifiesta en nuestra relación con lo otro —el trabajo, los demás—».
A propósito de lo cotidiano pienso en el cine de King Vidor, en Y el mundo marcha (The Crowd, 1928) hay un recurso formal para ilustrar la vida «del hombre común»: hacia el final de la película, un primer plano muestra a la pareja protagonista riendo en un cine, pero conforme el plano se abre, más personas aparecen a cuadro; la historia de la pareja es parte de una vivencia común. Las vivencias suceden en relación con los otros y en una colectividad. La película de Katz comparte con el cine de Vidor la narración de la vida de los hombres comunes, pero también la relación física que se manifiesta en nuestra relación con lo otro —el trabajo, los demás—. En el cine de Vidor hay hombres arando la tierra, hay multitudes trabajando y riendo y vemos las manos de esas multitudes; en El perro que no calla también hay manos tocando verduras y después las manos de Sebastián regando las plantas. El fin del mundo nunca había estado tan cerca del mundo del ocio, del trabajo y de la vida. Nunca había sido tan cotidiano y «maravilloso».