Crítica

Crítica: El techo de la ballena de Raúl Ruiz

Crítica de «El techo de la ballena» de Raúl Ruiz | Una de las películas más misteriosas de Raúl Ruiz satiriza algunos de los prejuicios de la mirada antropológica.

El cielo es nuestro techo

Por Alvar González

El último suspiro de Aby Warburg fue escribir en la clínica de Kreuzlingen El ritual de la serpiente, un breve ensayo sobre su encuentro con los Indios Pueblo en 1895. En él Warburg observa a la serpiente como el símbolo de supervivencia que enlaza la vida espiritual y cotidiana de aquella comunidad al suroeste de los Estados Unidos. El acercamiento de Warburg comparte con El techo de la ballena (Het dak van de Walvis, 1982) de Raúl Ruiz una libertad por evitar resoluciones, aceptar el misterio y el distanciamiento frente a lo desconocido, una película donde la mirada del director evita una retórica visual como un reflejo del pasado y entabla, mediante el corazón de la cámara, un lenguaje tan flexible que parece cambiar de piel.

La pareja formada por Eva y Luis conocen al millonario Narciso Campos en una playa de los Países Bajos. «¿Qué idioma quiere hablar?», acentúa Narciso hablándole en francés a Luis; «francés», le responde este. Narciso suelta una pequeña carcajada, «Mi idioma favorito…  qué pena que nadie lo hable» responde. Eva mira de reojo a los dos y, sosteniendo su mirada en Narciso, habla en holandés: «¿No es increíble?». Narciso responde con chilenismos, «No entiendo holandés». De esta manera, entre risas y miradas, se expresan tres idiomas mientras el contrapicado deja ver el cielo azul y el volar de algunas gaviotas, generando un momento casi litúrgico, no por su condición visual, sino por la rapidez en que se ha concretado un vínculo que no llega ni a la amistad más convencional: pareciera como si cada uno tuviera ventaja sobre el otro, o quizá sobre lo que vendrá después.

Fotograma de la película «El techo de la ballena» de Raúl Ruiz.

Así, Narciso los invita a su casa ubicada en la Patagonia para conocer a Edén y Adán, los últimos indios yaganes que tiene hospedados; la convicción científica de la pareja los motiva a aceptar, pero mientras se dirigen en lancha junto con su pequeña hija Anita la casa parece flotar entre un lago y un extenso terreno. Sería arriesgado convencernos de algunas voces que dictan al cine de Ruiz como «surrealista» o de contener elementos de «realismo mágico», pues en El techo de la ballena la interacción de los personajes dentro de la puesta en escena abstrae la acción hasta dejar indicios de que aquí no se piensa en imágenes, se trabaja primero con la memoria y se termina con gestos —en especial el de la sonrisa—.

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A Ruiz le interesan los restos, lo que puede ser hecho y lo que ya ha sido: como un palimpsesto que se encuentra en los múltiples objetos enterrados en la huella que Anita y Narciso observan en un momento de la película. Esta misma huella motiva a Anita a realizar sombras chinescas de animales sobre la huella de otra mano ubicada en una puerta blanca. Narciso es el siguiente, toma un poco de su contorno y lo prueba. Después la cámara retrocede y los personajes parecen aislarse: Eva lee en el sofá mientras Luis toma una copa de cristal y Narciso camina pensando. Esta acción parece continuar desde su primer encuentro en la playa, donde parece pertinente preguntarnos ¿dónde estuvo el espectador?, pues la condición espacial de cada momento es diferente dentro del mismo y la comunicación entre los personajes es solo factible mediante gestos, por ejemplo, Adán y Edén solo se cubren la cara manteniendo una rígida sonrisa al ver a Narciso y Luis; Anita, por su parte, baila delante de Edén y en ocasiones realiza movimientos con sus brazos, mientras los rayos del sol bañan su cuerpo.

Fotograma de la película «El techo de la ballena» de Raúl Ruiz.

«Ruiz no intenta reconstruir hechos, ni representar lo que la historia ha escrito de los indios, al igual que Warburg observa una posibilidad de sanar, donde se une al medio, no lo estudia».

Esa misma sonrisa que preservan los personajes no solo logra invalidar toda identidad en Adán y Edén, después se convierte en un rechazo a una forma de registro tanto escrita como fotográfica. Edén se ríe ante la luz que emite el flash de una cámara que controla Adán, él parece darle indicaciones para conseguir su retrato, pero parece que la fidelidad del mismo será un proceso obsoleto. Los objetos parecen inservibles, pero cuando Anita le dice a su madre que tendrá un hijo a causa de los espejos, las creencias que se pensaban primitivas cobran la coherencia suficiente para que Anita pueda estar embarazada, como el relato del gato que mide dos kilómetros. ¿La historia hace realidad los acontecimientos? Ruiz no intenta reconstruir hechos, ni representar lo que la historia ha escrito de los indios, al igual que Warburg observa una posibilidad de sanar, donde se une al medio, no lo estudia.

En un momento Adán y Edén retroceden mientras Luis avanza hacia ellos en el extenso terreno, ambos se sientan al mismo tiempo. Adán le habla en inglés: «Ahora que hablas nuestro idioma un poco mejor… y yo te comprendo a ti mejor… ¿qué harás con lo que sé… y lo que has dicho?», lo valioso de su pregunta despide toda racionalidad y comparte aspectos de un territorio inexistente, tanto en su desintegración del rapport como de lo cinematográfico.  El cambio de mesa en la playa, el andar sigiloso por la casa, el registro de un diario recuerda a El territorio (O Território, Raúl Ruiz, 1981), porque en ella también existe una relación entre los movimientos de los personajes y su detenimiento. En ambos casos algo permanece ausente: se ha naturalizado el acto de morir. Y bajo esta conciencia Luis se despide diciendo: «Me voy a ir. Adiós, amigo». Estas palabras, abrasadoras hasta su final, encuentran cierta paz en donde la violencia es expulsada bajo el amplio cielo que parece ser el techo, mismo que deja ver la división entre los yaganes y el antropólogo, en donde la cámara parece desaparecer.


Sobre Alvar González: Espectador de cine y finalista del GIFF 27. Actualmente radica en la ciudad de Oaxaca de Juárez. Egresado de la licenciatura en Historia del Arte por el IIHUABJO.

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